Agustín Bejarano en el Olimpo insular

Agustín Bejarano en el Olimpo insular

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Grandes artífices, desde los tiempos del Renacimiento hasta nuestros días, han recreado sus obras utilizando los mitos griegos, para de tal modo transmitir a sus contemporáneos disimiles experiencias individuales y colectivas. Los dioses y héroes del Olimpo han sido utilizados por estos creadores como intérpretes de la condición humana, con sus miedos, preocupaciones y angustias.

 

 

Entre los maestros cubanos del arte, influenciado por la exuberante mitología helénica, se destaca Agustín Bejarano Caballero (Camagüey, 1964), quien actualmente presenta su más reciente exposición Olympus en el Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño, en Luz y oficios, La Habana Vieja, donde el observador puede encontrar nuevas obras que dan continuidad a esta temática, cuyos antecedentes se produjeron durante su antológica muestra de pinturas y grabados que, bajo el título de La Cámara del Eco, hace poco más de un año ocupó la sala principal del Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño.

En la serie Olympus, este dibujante, pintor, grabador y escultor, revela nuevas inquietudes expresivas que toman como pretexto visual el hogar de los dioses olímpicos, reanimados en imágenes referenciales cuyo carácter interpretativo  arroja anclas sobre elementales asuntos que tienen que ver con nuestra insularidad y los problemas inherentes a este tiempo, fundamentalmente protagonizados por mujeres —diosas, guerreras, heroínas, ninfas—, en un atrevido y complejo juego con la psiquis y el cosmos cognoscitivo del espectador, al cual insta a rememorar y convertir en metáforas  pasajes y circunstancias que se remontan a las antiguas leyendas de las deidades griegas, casi siempre relacionadas con situaciones vinculadas a la vida misma.

Bejarano emprende este proyecto con la mayor libertad sabiendo que, al recrear estas parábolas, aquellos dioses, ahora con una variopinta y compleja apariencia, pueden constituir entes que le posibilitan exponer, a través de su singular lenguaje pictórico, sus recurrentes observaciones y reflexiones en torno al mundo del que él forma parte.

El célere pintor y escultor español Pablo Picasso (Málaga, 1881-Mougins), quien como su coterráneo Salvador Dalí (Figueras, 1904- 1989) fue influido por la mitología griega,  afirmó que “la calidad de un pintor depende de la cantidad de pasado que lleve consigo», premisa que sustenta el quehacer pictórico de Bejarano, prolífico artífice que, con intensidad expresiva y acentuados matices sensuales, irrumpe en nuestro imaginario para instarnos a establecer una interrelación entre diferentes tiempos o épocas del devenir histórico de la humanidad, y exhortarnos a meditar sobre el presente.

En Olympus, prosigue su interés por establecer vínculos con su obra precedente (Los ritos del silencio, Coquetas, Anunciación, Angelotes, Cabezas mágicas, Viaje al paraíso…), y aunque en cada una de ellas se observa total independencia en la narración de los discursos plásticos y en su temperatura emocional, en todas coexiste una curiosa contaminación que tiene que ver con la antroposofía, es decir con la sabiduría del ser humano, con su visión de todo lo que le rodea.

 

“La serie Olympus está condicionada por esa voluntad de peregrinaje y extrapolación simbólica que ha caracterizado casi toda la obra de Agustín Bejarano. Ella responde, en esencias, a las mismas consideraciones técnicas, metodológicas, conque fueron concebidos los imagineros fantásticos de otras etapas; las iconografías de aliento renacentista, neoclásico, mezcladas innovadoramente a partir del subterfugio kitsch, y a través de las cuales intenta distanciarse de la realidad o aproximarse a ella”, expresa el prestigioso crítico David Mateo, estudioso de la obra de este artista, en las palabras del catálogo de la muestra.

 

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En uno de sus más sorprendentes trabajos, el tríptico titulado Morfología del poder (156x750cm), el pintor convoca, de manera casi cinematográfica, a expandir sin límites la sensibilidad intuitiva, suponiendo una (su) realidad cavada sobre las honduras del hombre actual, en tanto posibilita el tránsito hacia sus orígenes, en una surte de “confrontación entre estados de paz y desasosiego; la dinámica lúdicra del destino; la necesidad de reconocimiento y ascenso, y hasta la propia actitud devocionaria del autor…”, al decir de David Mateo.

Es así como el espectador, acostumbrado al recurrente y renovador imaginario del pintor, tiende su mirada sobre estos cuadros al punto de extrañarse frente a lo que ve. Se detiene, cavila, y con visión onírica y mística, desentraña apariencias, descubre “verdades” y compromete su entendimiento con los polisémicos significados que advierte en cada cuadro. Se produce así una relación dialéctica entre el público y cada una de las piezas, de las que emergen disimiles informaciones y sensaciones; recíproca correspondencia que tiene que ver con las experiencias vividas y los eventos sociales que inciden en cada persona, tanto en lo emocional, como en lo  afectivo y lo pasional.

Bejarano, estudioso del arte y la cultura universales, así como de los complejos procesos sociales e individuales y las posibles formas de impactar en estos mediante su arte metafórico, favorece  el  desarrollo de  un  pensamiento  complejo, que permita comprender la realidad  y a la vez esbozar nuevas interpretaciones sobre dicha realidad. Él sabe que el espectador es parte del proceso creativo y que la recepción de sus cuadros depende de las condiciones internas de cada receptor, es decir, de su actitud psicológica.

En ese empeño por estremecer nuestra espiritualidad, en estos cuadros vuelve a emprender un cuidadoso despliegue de los pigmentos, ocres y sepias en una escala de degradaciones, bajo un amplio registro de tonalidades verdes, purpúreas y negras, estas últimas generalmente utilizadas de forma  aleatoria para resaltar las luces y las sombras, en una rígida atmósfera que establece contrapunteo entre el pasado y el presente.

Sin adjudicarle, como en otras series, un carácter protagónico, en Olympus vuelve a aparecer el místico personaje que desde los Ritos del silencio representó la figura de José Martí, ahora devenido hombrecillo, minúsculo, sencillo y sensible, que aparece sin fisonomía —porque es la suma de todos los rostros—, comprimido o inmerso en su agitación.

Vale la pena disfrutar de estas novedosas propuestas de una de las figuras más sobresalientes del arte insular de entre milenios, quien con sus jerarquías plásticas recreadas en los dioses olímpicos, nos proporciona extraordinaria oportunidad para el juego interpretativo.

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