Una pesquisa de inventivas

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Erick Salina Abad y Er­nesto Ochoa García no se conocen ni saben del tra­bajo hecho por cada uno en dos colectivos laborales aparente­mente muy distintos y distantes: el Complejo Lácteo de La Habana, en el Cotorro; y el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB), en Playa.

Erick Salina Abad (izquierda) adaptó equipamientos en desuso ya existentes en el Complejo Lácteo para crear la nueva línea de producción de Miragurt. Le acompaña Osvaldo Yero Canals, presidente del CIR de la planta de queso. Foto: Agustín Borrego Torres
Erick Salina Abad (izquierda) adaptó equipamientos en desuso ya existentes en el Complejo Lácteo para crear la nueva línea de producción de Miragurt. Le acompaña Osvaldo Yero Canals, presidente del CIR de la planta de queso. Foto: Agustín Borrego Torres

Sin embargo, tienen mucho más en común de lo que cualquiera pudiera imaginar, como integran­tes de la Asociación Nacional de Innovadores y Racionalizadores (Anir), al ser protagonistas casi anónimos de soluciones tecnológi­cas que resultaron claves duran­te la epidemia de la COVID-19 en Cuba.

Ambos son trabajadores jóvenes, y para llegar hasta sus historias es preciso sortear un obstáculo muy frecuente entre aniristas con logros relevantes: les resulta mucho más fácil hacer que hablar.

“Hago de todo un poco, mecáni­ca, electricidad, lo que haga falta”, contó Erick cuando logramos vencer su timidez, mientras nos mostraba parte de su labor en la planta que hoy produce 12 toneladas diarias de Miragurt, alimento que en los últi­mos meses comenzaron a recibir en la capital las personas mayores de 65 años, con gran aceptación de la población.

Sobre la creatividad de Erick para conseguir adaptar equipamientos en desuso ya existentes en el Complejo Lácteo, en función de crear una nueva línea de producción, abundó Osvaldo Yero Canals, jefe de Mantenimiento y presidente del Comité de Innovadores y Racionalizadores (CIR) de la planta de queso.

La base para el Miragurt es el suero que destila la leche en la fa­bricación de queso, subproducto que antes de concebir esa formu­lación con maicena y saborizan­tes solo podía tener como destino su entrega para la alimentación animal.

A partir de esa materia prima y tecnología, aunque con un me­nor rendimiento, elaboran también allí el requesón, el cual llegó a los centros de aislamiento para las me­riendas de pacientes bajo vigilancia médica.

Con gran cantidad de nutrien­tes que fortalecen y mejoran el sistema cardiovascular y digesti­vo, más un módico precio de cinco pesos cubanos la bolsa, la deman­da del Miragurt va en aumento, con entregas mensuales en junio y julio de unas 300 toneladas, y ya en marcha una inversión para en un futuro ampliar las capacidades hasta 50 toneladas diarias, equi­valente a 50 mil bolsas, según in­formó Osmany Pupo Romero, jefe de Producción.

No fue Erick el único involucra­do en esta inventiva que movilizó a las áreas tecnológicas y de man­tenimiento, con el respaldo de la dirección del centro; pero todo su colectivo lo señala como el artífice de esa generalización, para la que hubo que habilitar viejos tanques, montar bombas, hacer variaciones a la máquina de envasado y hasta construir un panel automatizado para controlar el proceso fabril, con cables y relays recuperados, entre otros aditamentos.

El joven ingeniero Ernesto Ochoa García (izquierda) logró un mecanismo para añadir aceite sin tener que parar un equipo de climatización de la planta de producción del CIGB, donde se hacen varios de los compuestos biofarmacéuticos para tratar la COVID-19. Foto: Agustín Borrego Torres

Muy lejos de allí, Ernesto tuvo que enfrentar un reto no menor con sus solo cinco años de experien­cia como ingeniero mecánico. De la planta de producción del CIGB salen productos biotecnológicos tan importantes como el factor de transferencia o los interferones que forman parte de los protocolos de tratamiento para curar a las perso­nas contagiadas con el nuevo coro­navirus.

Para la fabricación de esos com­puestos que salvan vidas en Cuba y otras partes del mundo existen al­tos estándares de calidad que deben cumplir sus instalaciones. La cli­matización es uno de esos elementos esenciales, pues una interrupción o alteración de las bajas temperaturas que requiere el proceso, de tan solo 30 minutos, puede modificar los pa­rámetros del producto y causar el rechazo de un lote, con una pérdida en ingresos de hasta un millón de dólares.

Este anirista tuvo entonces que hallar una solución para uno de los tres grandes equipos de enfriamien­to con que cuenta la planta, el cual presentaba un déficit de lubricación que podía provocar su salida de ser­vicio, e implicaba además el cambio semanal de aceite y la consiguien­te extracción o pérdida en cada ocasión de unos 120 kilogramos de amoniaco, como principal sustancia refrigerante.

Con la incorporación de una válvula que permite separar líqui­dos y gases en la consola, Ernesto logró en junio último —en medio de las urgencias productivas por el enfrentamiento a la COVID-19— el mecanismo para incorporar el aceite sin parar el equipo de cli­matización, lo que posibilita asi­mismo ahorrar el amoniaco. Más allá de cualquier cálculo sobre el impacto económico de su innova­ción, el hecho de contribuir a la estabilidad en la producción de esos medicamentos es ya de por sí un aporte invaluable.

¿La ocasión la pintan calva?

“¡Imagínate, con todos los diabli­tos en las casas, quién les iba a decir que no había yogur de soya porque se rompió un motor en la fábrica!”, con ese gracejo popular resumió la situa­ción Rafael Vázquez Carrasco, jefe de Mantenimiento en la planta del Com­plejo Lácteo que produce ese alimento para los niños de la capital.

Las propias medidas que adoptó el Gobierno para proteger a trabaja­dores con mayor riesgo de contagio por su edad o padecimientos, hicie­ron todavía más crucial el aporte de la Anir en lugares como ese, donde —hizo notar Rafael— “quienes más sabían, no estaban”.

Al pie de la línea de yogur de soya hubo que laborar con solo tres mecá­nicos y dos electricistas jóvenes, aun­que confesó que en algún momento fue preciso traer de urgencia de ida y vuelta a su casa al experimentado tornero de la fábrica, Fidel Padrón Rodríguez, cuya edad y diabetes le impedían trabajar durante las sema­nas más críticas de la epidemia.

Jorge Luis Suárez Pol, jefe de brigada de mecánica, recordó tam­bién como en dos días tuvieron que adaptar un motor para poder susti­tuir el que se quemó en el molino de soya, o la solución a otra rotura en el transportador del grano, así como la reparación de las bombas.

En la fábrica de helado del pro­pio Complejo, igualmente hubo que mantener la producción con una veintena de trabajadores de un total de 80, según explicó su director, Mi­guel Gutiérrez Zayas.

“Las únicas piezas de repuesto que tuvimos en toda esa etapa fue­ron las manos de la Anir”, aseguró Adalberto Licourt Morales, Toti, quien enumeró diversas innovacio­nes en los sistemas de refrigeración, trasmisión, torres de aire, compre­sores, por mencionar algunos.

Toda esa labor de la Asociación debe ahora tener su reflejo en la do­cumentación de las ponencias o ex­pedientes de cada aporte, un asunto que complejizó la situación epide­miológica, pero que comités de in­novadores como el de Toti procuran no descuidar tampoco.

En el CIGB, por su parte, la se­cretaria general del buró sindical, Martha Pupo Peña, razonó sobre la importancia de incorporar a la Anir otras áreas y resultados de la insti­tución que vinculan directamente con la investigación y desarrollo de nuevos adelantos en la biomedicina o la producción agropecuaria, con la debida fundamentación que exige la legislación vigente.

Más de 130 trabajadores, alre­dedor del 11 % del colectivo, inte­gran la Asociación en esa presti­giosa institución científica, señaló el ingeniero Alberto Leyva Gál­vez, su presidente, quien agregó que hay gran interés por ampliar esa labor, que ya durante el pasa­do año representó un aporte eco­nómico de más de 64 mil pesos, lo cual benefició a más de 30 autores de diversas inventivas.

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