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La vela prendida en el Saratoga

Ella llegó y otra vez le impresionó el paisaje desnudo del hotel Saratoga. No había humo, los perros no movían las colas buscando cadáveres entre los escombros, pero seguían las mismas huellas de impotencia y tristeza retenidas en los ojos. En sus manos callosas de 63 años traía una flor y una vela prendida. El corazón destrozado la regresaba una y otra vez al 6 de mayo del 2022.
No hacían ruido las ambulancias ni los buldóceres apartaban las piedras, pero el silencio tragaba más los recuerdos. Maldito el tiempo que ese día detuvo la vida de la joven que pasaba comiendo un helado, el abuelo que esperaba un transporte tras salir del trabajo o la estrenada camarera que ni siquiera llegó a conocer las habitaciones donde laboraría. ¿Cómo decirle a esos minutos de explosión que nada valía más que la sonrisa de esos niños que no podrán jugar y sonreír más?
Ella llegó y la tarde-noche caía sobre un parque que de Fraternidad le quedará siempre el nombre, pero hoy tenía delante fotos y flores que solo provocaban llantos incontenibles y familias heridas, besos en sepia y un punzante recuerdo de quienes no volverán a respirar más a nuestro lado. La muerte es espantosa y disfrazada de accidente es más dura por la sorpresa, por lo que arrebata de sopetón, por lo que no recupera jamás el corazón.
Miró a los bomberos y reconoció a varios que apenas pegaron un ojo y desafiaron al cansancio y el peligro para encontrar a todos los que quedaron aplastados del impensable derrumbe a las 10:50 de la mañana de hace siete días, exactamente ¡siete días! Descubrió que ellos son fuertes, grandes, enérgicos, valientes, temerarios y perseverantes a la hora de salvar y rescatar seres humanos, pero también se rajan a llorar cuando la vigilia comienza y se pide un minuto de silencio por las 46 víctimas.
Ella llegó con su vestido de negro y el pelo recogido. La colocaron delante y nadie le preguntó si deseaba quedarse sentada o simplemente prefería colocar la vela prendida, dejar la flor justo en el lado izquierdo que tanta historia tiene en su vida y luego salir del lugar hasta donde nadie pudiera verla sufrir, retorcijarse de impotencia y volver una y otra vez a la enseñanza aprendida de la abuela: “el tiempo es una joya invisible que modela nuestras vidas”.
Ya nada podía hacerse. Los que sobrevivieron para contar lo sucedido ni siquiera pueden recordar más allá del disparo mortal que semejó una bomba ensordecedora y los envolvió en toneladas de polvo hasta que volvieron a abrir los ojos en una ambulancia o el hospital. Todas las teorías de por qué el gas explota en locales cerrados, del cocinero que sintió y alertó de un posible salidero, de alguna violación en el protocolo se han explicado una y otra vez por los medios de comunicación. Pero eso no devuelve la sonrisa ni la vida a nadie.
Ella llegó y otra vez le impresionó el paisaje desnudo del hotel Saratoga. Fue entonces que alguien la reconoció y le dijo bien bajito: “Cuba, qué pasa, ahora hay que empinarse más. Mira a esos jóvenes que pusieron sus brazos para donar y nos hicieron recordar que nada hay más importante que ser solidarios. Mira a tu gente que no dudó en dar los primeros auxilios a riesgo de su propia existencia. Mira cuántos amigos nos acompañan por el estremecimiento de corazones que provoca verte así”.
Prendió la vela y suavemente la colocó justo en la calle por donde siempre pasaban sus hijos. Levantó la vista y la noche la cubrió de nuevo. Justo el 6 de mayo ella había comprendido que nacer en esta tierra era enfrentarse siempre a lo imposible, a lo incalculable. La vela prendida era la luz del descanso y la paz. Pero era la luz también de continuar con el mismo amor que abrazó la posibilidad de que todo esto hubiera sido una pesadilla.
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