
“Esa fue una experiencia inolvidable. En mi graduación estuvo presente José Ramón Fernández, Ministro de Educación en ese entonces. Fue un día muy especial, el día en que mi sueño se convirtió en realidad: ya era maestra”, recuerda Blanquita, con una mirada que brilla de emoción. “Para una niña de familia humilde como yo, ser maestra significaba mucho más que un empleo; era una oportunidad para cambiar vidas, incluyéndome a mí misma”.
“Mis primeros alumnos, esos pequeños que hoy son grandes, siguen siendo parte de mi vida. Me llaman, me buscan,me envían saludos, e incluso algunos se presentan como médicos o periodistas, y me dicen: ‘Gracias, maestra, por todo lo que nos enseñó”.
La maestra no puede evitar sonreír con una mezcla de orgullo y emoción cuando recuerda esos momentos. “ Imaginate cuando vas al médico y el cardiólogo es uno de tus alumnos. Eso no tiene precio”, dice con una lágrima en el ojo. «Y cuando leo un artículo en la prensa y veo que lo escribió una de mis exalumnas, mi corazón se llena de alegría. Esos son los verdaderos premios».
Aunque Blanquita se jubiló hace años, su amor por la educación no ha disminuido ni un ápice. En 2011, ya fuera del sistema educativo, decidió inscribirse en un curso de parchería (pintura trabajada con tela) en la Casa de la Cultura de Plaza. A pesar de que su salud ya no es la misma, sigue sintiendo una necesidad constante de enseñar.
“A veces, me vienen ideas de proyectos y me digo: ‘¡Esto podría ser una nueva clase!’», cuenta Blanquita, con una chispa en los ojos. “Nunca dejo de pensar en enseñar. Siempre que puedo, hago algo para compartir lo que sé”.
Hoy, con más de 30 años dedicados a la enseñanza, Blanquita es un ejemplo vivo de lo que significa ser un verdadero educador. Su legado no está solo en los diplomas o menciones que recibió a lo largo de su carrera, sino en los corazones de muchos alumnos que crecieron bajo su mirada atenta, su paciencia infinita y su amor por la educación.
“Lo más hermoso de ser maestra no son los los reconocimientos. Lo más hermoso es ver cómo tus alumnos crecen, cómo hacen el bien, cómo se superan. Cuando uno siembra con amor, los frutos siempre llegan”, reflexiona Blanquita, mientras su rostro se ilumina con una sonrisa llena de satisfacción.
La historia de Blanquita es solo una de tantas que se multiplican por todo el país. Su dedicación, su amor por la enseñanza y su capacidad para dejar huellas imborrables en la vida de sus alumnos representan a cada educador cubano, a cada maestro y maestra que, como ella, ha entregado su vida al magisterio.
Cada aula en Cuba alberga historias similares, cargadas de sacrificio, amor y esperanza por un futuro mejor.
Hoy, al reconocer la trayectoria de Blanquita, también rendimos homenaje a todos los educadores del país, cuyas vidas están entrelazadas con las de las generaciones que han formado. Su labor, a veces invisible, pero siempre esencial, es la base sobre la que se construye el porvenir de un pueblo.

