Lo tomas o lo dejas

Lo tomas o lo dejas

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¿Alguien pudie­ra explicar por qué determina­dos precios de productos en tiendas en USD oscilan desde 0,75 hasta 0,96 y también de 1,85 a 1,90, si centros y compradores no tienen mone­da fraccionaria? ¿Es tan com­plejo percatarse que esos pre­cios, desde que se oficializan, se convierten en el combustible ideal para aumentar la indig­nación de los compradores? ¿Se tienen en cuenta los graves pro­blemas que ello puede causar?

Lo cierto es que desde los tiempos en que proliferaba el CUC se suceden una y otra vez tales desatinos; claro, por entonces la tienda ofrecía una compensación: si no te daba el vuelto en moneda fraccionaria, te ofrecía caramelos, alguna confitura, fósforos, etc., según sus existencias. Pero ahora, con tiendas en USD, la solución es salomónica: ¡no hay vuelto, lo tomas o lo dejas! Al menos así me ocurrió.

De seguro, el fenómeno puede provocar escenas con ribetes tragicómicos, con fi­nales difíciles de explicar, mucho más cuando el cliente—con todo derecho— se niega a marcharse sin esos 10, 15 o 20 centavos, que tanto trabajo le costó conseguir, y le manifiesta a la tendera que tiene que bus­cárselos de abajo de la tierra.

Fui protagonista de tal su­ceso, agravado por el hecho de que una vez que adquirí el pro­ducto la dependienta, sin más ni más, como decimos popular­mente, volteó su cuerpo para conversar con una compañera de trabajo, quizás creyendo que el comprador estaba obli­gado a dejarle como propina los 20 centavos.

“Falta el vuelto”, le expresé y olímpicamente ella me res­pondió que no tenía cambio y me miró con asombro, como si exigir mis 20 centavos fuera una acción extraterrestre, de un tipo deleznable, quien tanto lucha su dinero, que más que todo parecía un hombre mez­quino, ruin.

“Esa es la situación que te­nemos. Si no está de acuerdo, entonces puede no comprar el producto”, dijo, y yo, humilla­do, tuve que marcharme sin el producto —que mucha falta me hacía— y además con mi tre­mendo disgusto. “Lo tomo o lo dejo, no tengo otra opción”, concluí, para no pensar en el destino final de esos 10, 15 o 20 centavos.

¿Cuántas escenas simila­res se habrían podido evitar si a la hora de definir los precios se hubiera actuado de acuerdo con la lógica, y no tan absurda­mente? ¡Se verán horrores!

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