Año 1871. En la tarde del 27 de noviembre la población de la Habana conoció horrorizada del fusilamiento de ocho estudiantes del primer año de la carrera de Medicina, acusados –sin prueba alguna- de haber profanado la tumba del reaccionario y anticubano periodista español Gonzalo Castañón, en el entonces Cementerio de Espada.

Todos eran inocentes: Ángel Laborde, Alonso Álvarez de la Campa y Gamba, Pascual Rodríguez, Anacleto Bermúdez y González, José de Marcos y Medina, Carlos Verdugo, Eladio González y Carlos Augusto de Latorre. Ninguno sobrepasaba los 22 años de edad.
El horrendo crimen respondía al empeño de la España colonialista por “pacificar” a la Isla insurgente en los momentos en que tenía lugar en la región oriental la lucha por la independencia, histórica gesta conocida como la Guerra de los 10 años, iniciada con el alzamiento del 10 de octubre de 1868 liderado por Carlos Manuel de Céspedes junto a otros patriotas cubanos.
En un lapso de tres años fue adquiriendo fuerza la actividad insurrecta a través de conspiraciones e importantes victorias del naciente Ejército Libertador.
El supuesto delito fue utilizado por las autoridades de la metrópoli no solo como el ultraje a la memoria de quien había sido director y propietario del diario integrista La Voz de Cuba desde cuyas páginas convocaba con evidente odio a desatar «¡Sangre y fuego!» contra los cubanos.
El hecho, además, alentó sobremanera la sed de violencia que caracterizaba al Cuerpo de Voluntarios de La Habana, un destacamento paramilitar integrado por elementos inescrupulosos y brutales que nuestro Héroe Nacional José Martí definiría como «la turba que no podrá olvidar quien la vio aullar una vez (,..).
Las sentencias contra 45 procesados durante el primer juicio no satisfizo las insaciables exigencias de aquellos sicarios.
A pesar de que los acusadores carecían de las pruebas del presunto desacato que alegaban, el tribunal dictó finalmente 8 penas de muerte y más de 30 jóvenes fueron condenados a prisión entre seis meses y seis años.
No faltaron, sin embargo, las voces honestas y valientes que públicamente repudiaron uno de los crímenes más brutales cometidos por el colonialismo español en Cuba .
El presbítero Mariano Rodríguez, capellán del cementerio donde se hallaba la tumba de Castañón fue una de las personas que no se prestó a secundar aquella farsa y a las imputaciones calumniosas contra los estudiantes. Tal actitud bastó para que fuera separado de su cargo durante tres meses.
Otro gesto firme fue el del profesor oriundo de Canarias Domingo Fernández Cubas, catedrático del primer año de Medicina. En sus declaraciones sostuvo con firmeza la inocencia de los muchachos encartados. Por esa razón quedó arrestado y encarcelado junto con sus discípulos.
La historia muestra también que hubo militares españoles que no mancharon su honor y rechazaron tanta infamia.
Días antes de la ejecución, el capitán del ejército Nicolás Estévanez supo que un consejo de guerra dictó 8 sentencias de muerte, las que calificó de ilegales y criticó severamente la actitud del entonces Capitán General de la Isla quien «cedió cobardemente a la presión de una turba inconsciente, insubordinada y sanguinaria».
En el instante del fusilamiento, se encontraba no lejos del lugar del hecho acaecido en la explanada aledaña al castillo de La punta, a la entrada de la bahía habanera.
Al escuchar las descargas de fusilería y conocer lo que ocurría protagonizó una enérgica protesta pública y rompió su sable, acción que rememora una tarja de bronce situada en la Acera del Louvre, la más concurrida en La Habana de entonces.
En sus memorias Estévanez calificó el crimen como «baldón eterno para España», según señala el historiador cubano Luis Felipe Le Roy y Gálvez, acusioso investigador sobre trágicos sucesos a través de su libro: A cien años del 71: El fusilamiento de los estudiantes.
Otro oficial con una limpia y vertical actitud fue el capitán Federico Capdevila. En su condición de abogado de oficio asumió la defensa de los 45 acusados. Su alegato fue más allá de señalar la inocencia de los universitarios al denunciar las ansias de venganza que guiaba a los Voluntarios.
Tantas verdades llevaban sus palabras que se vio obligado a desenvainar su espada para ripostar a una posible agresión de los sediciosos durante el juicio.
Al referirse a la conducta del oficial español, José Martí, escribió: «España en aquella vergüenza no tuvo más que un hombre de honor: el generoso Capdevila, que donde haya españoles verdaderos, tendrá asiento mayor, –y donde haya cubanos».
Fermín Valdés Domínguez, fiel amigo y hermano de luchas de Martí, condiscípulo de aquellos jóvenes asesinados y sancionado a seis años de presidio escribió en una ocasión: “el nombre de Capdevila es sagrado para los que en noviembre de 1871 le vimos dominar la furia de los amotinados”.
Años después del monstruoso crimen, un hijo del fallecido periodista Castañón confesó públicamente que la tumba de su padre no tenía señales de haber sido profanada.
Como expresara el destacado ensayista, pedagogo e historiador cubano Fernando Portuondo en su libro: Historia de Cuba 1492-1868, “habían sido inmolados por haber nacido en Cuba, por ser jóvenes y por dedicarse al estudio, lo que era bastante para merecer que los integristas los catalogasen entre los enemigos del régimen de opresión e injusticia que imperaba en la Isla».
Acerca del autor
Graduado de Licenciatura en Periodismo, en 1976, en la Universidad de La Habana. Hizo el servicio social en el periódico Victoria, del municipio especial isla de la Juventud, durante dos años.
Desde 1978 labora en el periódico Trabajadores como reportero y atiende, desde 1981 temas relacionados con la industria sideromecánica. Obtuvo premio en el concurso Primero de Mayo en 1999 y en la edición de 2009. Es coautor del libro Madera de Héroes.

