
Todo comenzó un Día de Reyes. Mi amor por el deporte está asociado indisolublemente al 6 de enero. Lo esperaba con ansias, acopiaba abundante yerba, también agua, a sabiendas que los Reyes Magos viajaban desde el Lejano Oriente. En mi tierna e inocente edad pensaba que llegarían a mi casa con sus camellos hambrientos y sedientos.
Todo lo acomodaba debajo de mi cama, acompañado de una breve cartica, con una sola petición: que me trajeran una bicicleta. Lo primero que hacía al levantarme era mirar debajo de la cama encontrándome tamaña decepción, así fue por espacio de tres años consecutivos, siempre un mismo regalo: un bate de madera y una pelota de goma.
Mi padre amante del béisbol anhelaba esperanzado que pudiera inclinarme hacia ese deporte y que llegara a ser un pelotero famoso. Realmente existía una causa mayor que impedía que se pudiera materializar mi ambicionado deseo: a mi hogar solo entraba el modesto salario de 212 pesos de mi progenitor y con ello era prácticamente imposible adquirir la bicicleta.
Así que un poco obligado por las circunstancias, nació mi temprano amor por el béisbol, día por día “mataperreaba” en el barrio divirtiéndome de lo lindo con la pelota de “manigua”, pasión que me acompaña hasta el día de hoy.
Mi posición favorita era el jardín central, algo lógico siendo mi ídolo el pelotero Fermín Laffita, a quien llegue a conocer personalmente e iba a ver con regularidad en sus entrenamientos en los terrenos del Complejo Deportivo holguinero Jesús Feliú Leyva.
En ese mismo escenario, hay un hecho relevante, de lo cual se enorgullecería mi padre: no llegaría a alcanzar las Grandes Ligas, pero había sido seleccionado para integrar el equipo holguinero que participaría en las competencias municipales de béisbol, en la categoría de 14 años.
Nunca podré olvidarme de aquella fría y resplandeciente mañana de diciembre de 1971. Es una fecha significativa en mi humilde biografía deportiva. Se discutía la final del Campeonato entre el equipo holguinero que yo integraba y el fuerte conjunto del municipio San Germán.
Antes de comenzar el juego que hoy evoco, nuestro entonces mánager y entrenador Larry Picanes, nos reunió para darnos las últimas orientaciones. Se caracterizaba por su magra y extrema delgadez, pero le sabía un mundo al béisbol y le encantaba trabajar con niños y adolescentes. Para mí fue una enorme satisfacción saber que en las gradas, entre los espectadores, se encontraba mi padre.
Comenzó el juego y estuvo tenso hasta el mismo noveno inning. Ninguno de los dos equipos había logrado anotar. Nosotros cerrábamos el inning, con Alfredito “El Lince” que se había ganado la base por bolas y después haciendo gala de su apodo, con dos out se había robado la segunda almohadilla.
Me tocaba batear, todavía hoy para mí es un misterio por qué nuestro entrenador se arriesgó en dejarme batear, pues no me caracterizaba precisamente ser un buen bateador. Con un strike y dos bolas a mi favor logré impactar la esférica fuerte recta por el centro, de lo que salió una imparable línea que logró adentrarse a lo profundo del jardín izquierdo. Alfredito “El Lince” anotaba la carrera que a la postre nos daría la victoria. En mi corrido, miré hacía las gradas y mi padre, no muy dado a exteriorizar sus emociones, daba saltos de alegría y gritaba: “Ese es mi hijo”.“Ese es mi hijo”…
Hace ya más de medio siglo y próximo a arribar a mis 67 años lo recuerdo emocionado y a pesar del tiempo transcurrido se me humedecen los ojos y se me aprieta el pecho y agradezco a mi querido y añorado padre que ese solo momento bien valió la pena, el continuado regalo de un bate y una pelota en el Día de Reyes.

