En las calles de La Habana, el tiempo parece fluir al compás de un son cubano. Cada rincón de esta ciudad caribeña es un lienzo donde se mezclan historias, tradiciones y la resiliencia de su gente.

Desde el amanecer, cuando los primeros rayos de sol iluminan los edificios coloniales, hasta el atardecer, que pinta el Malecón con tonos dorados, la vida cotidiana en La Habana es un espectáculo de autenticidad y encanto.
Los habaneros comienzan su día viendo a los niños, con sus uniformes impecables, en camino hacia la escuela, mientras los vendedores ambulantes ofrecen flores.
En los parques, los ancianos juegan al dominó bajo la sombra de los árboles, compartiendo risas y anécdotas que han resistido el paso del tiempo.
El Malecón, ese icónico paseo marítimo, es testigo de encuentros, pescadores que lanzan sus redes. Los clásicos autos americanos de los años 50, con sus colores vibrantes, recorren las calles como si fueran museos rodantes.
En los mercados, el bullicio es constante. Las amas de casa regatean por los mejores precios, mientras los artistas callejeros llenan el aire con sus melodías. La Habana es una ciudad que respira arte: en las paredes llenas de murales, en las galerías improvisadas y en las manos de los artesanos que moldean sus sueños en barro y madera.
Pero más allá de su belleza, La Habana es una ciudad que enfrenta desafíos. La escasez y las dificultades económicas son parte de la realidad diaria, pero su gente encuentra formas de reinventarse, de mantener viva la esperanza y la alegría.
Es en esta dualidad donde reside la esencia de La Habana: una ciudad que, a pesar de todo, sigue bailando al ritmo de la vida.
Este fotorreportaje captura esos momentos íntimos y universales, esos instantes que definen la vida cotidiana en una ciudad que, como sus habitantes, nunca deja de soñar.












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