El espíritu primigenio de la danza

El espíritu primigenio de la danza

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Hace una década el Ballet de Montecarlo presentó en La Ha­bana una pieza que marcó al pú­blico y a la crítica por su visión decididamente contemporánea de un celebérrimo cuento de ha­das: Cenicienta. Quizás muchos de los que recuerden la enjundia y la complejidad de la pauta co­reográfica y del planteamiento dramatúrgico de aquella pro­puesta, las echen de menos en Core Meu, la obra que la compa­ñía presentó hasta este domingo en la sala Avellaneda del Teatro Nacional.

Los bailarines mostraron entrega y entusiasmo. Contagiaron al público que llenó la sala Avellaneda del Teatro Nacional. Foto: Yuris Nórido

Pero convendría aparcar prejuicios: esta es una celebra­ción de la danza en su espíritu primigenio: comunión de impul­sos, acto ritual y catártico. El co­reógrafo Jean-Christophe Mai­llot, director de la agrupación, propone una auténtica fiesta.

Por supuesto que es mucho más: hay aquí una pretensión re­novadora, que asume la tradición y la estiliza a partir de los códigos de la representación escénica: la tan llevada y traída teatralización del folclor, pero con una vocación más libre, menos atada a rigores documentales.

En puridad no se baila la tarantela, en su concreción his­tórica, sino una recreación so­fisticada de ese baile, a partir de la confluencia de la técnica académica (sin excluir las pun­tas), concepciones más contem­poráneas y marcas de estilo de la expresión popular.

Obviamente, uno no se sien­ta a ver un espectáculo para di­seccionarlo y establecer en firme sus referentes. Se disfruta o no, fluye o no. Y este fluye.

Maillot domina las claves de la representación y articula una su­cesión de escenas que alternan el cuerpo de baile con solistas y for­maciones más pequeñas. El elen­co en pleno define el ritmo de la puesta.

No hay una historia, aristoté­licamente estructurada, aunque aquí y allá se sugieren ciertos nú­cleos de tensión dramática. Todo se rige y se resuelve, más por el impulso vital que por los conflic­tos dramatúrgicos, en las dinámi­cas de un festejo que evoca las cos­tumbres ancestrales de la región italiana de Apulia, en el entorno geográfico del mar Mediterráneo.

Ese es ámbito de cruces cul­turales, así que a nadie debería asombrar la posibilidad de descu­brir en la danza y la música claves que han atravesado océanos para integrarse a otros acervos.

El clímax de la obra es par­ticularmente elocuente: se ma­nifiesta como un canto a la alegría compartida, a la danza como exorcismo colectivo. Las formaciones en círculo dominan la escena, que honran los bailes tribales o las romerías europeas.

El pulso de Maillot garantiza la contención expresiva: no es el im­perio de la improvisación (aunque lo parezca), sino de una precisión que no inhibe la espontaneidad.

No se puede ignorar el rol sus­tantivo de la música, ejecutada en vivo por el grupo liderado por Antonio Castrignanò. Sostiene e impulsa el movimiento en diálogo permanente. Su riqueza rítmica y melódica amplifican el carácter inmersivo del espectáculo.

Es que Core Meu, desde el primer momento, invita a la inte­gración y al júbilo. La danza no es aquí un arte elitista o que deba ser admirado con cierta distancia. Es patrimonio compartido. Cuan­do, en los saludos finales, los bai­larines rompen la cuarta pared e “invaden” el lunetario, el público no consigue quedarse sentado. Esa comunión es una de las grandes virtudes de la pieza.

La presencia en La Habana del Ballet de Montecarlo (uno de los referentes más sólidos de la escena europea), confirma a esta ciudad como plaza importante de la danza internacional. El re­encuentro con la agrupación ha enriquecido el panorama escéni­co nacional y reafirma el valor del intercambio cultural. Core Meu conectó tiempos y sensibi­lidades. Dejó huella.

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