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¿Tú estudiaste en la Lenin?… Yo también

Este 31 de enero es el cumpleaños 49 de La Lenin. Escribo esta crónica para quienes estudiaron allí o se graduaron en cualquier vocacional. Es un pequeño homenaje al grupo que me acompañó y a todos los que siguen sintiendo como suya «la nueva escuela».

No importa la edad, tampoco los resultados académicos, ni siquiera en qué unidad estabas. Tampoco si tuviste pase semanal o viviste las oncenas, si conocías la tarjeta de conducta o te fugaste alguna vez para Expocuba por el hueco de la cerca perimetral al Jardín Botánico.

La pregunta siempre es una sola para sellar una amistad que flota, tengas la edad que tengas, cual cofradía infinita de la Gran Casa Azul: “¿Tú estudiaste en La Lenin?… yo también”. Y el pacto se abre entonces a un abrazo y los recuerdos tatuados con el tiempo.

La Lenin es uno de los partos educacionales de la Revolución con más hijos regados por Cuba, por el mundo, por las diferentes profesiones y que llega hasta tres generaciones, pues ya hay varias casas con abuelo (a), hijo (a) y nieto (a) que pasaron por esa mole de concreto y pasillos de granito. Desde 1974 las historias van y vienen en cada 31 de enero, cual cumpleaños incompleto si no van los egresados para, al menos, recordar que allí besamos por vez primera vez un gran amor escondido en el edificio del docente; nos hicimos independiente desde la limpieza diaria de los “totos” y los pasillos, el autoservicio en el comedor, el lavado del uniforme después de los días de recreación o la fiebre que bajó una inyección de duralgina en el hospital que muchos usamos también para justificar la ausencia a un turno de clases.

Cada quien podrá recordar cuántas veces mandó a buscar la llave del pasillo aéreo a los principiantes. No faltarán tampoco los constantes rejuegos de horarios que había que hacer para bañarse en una de las tres piscinas. ¿Cómo olvidar los chequeos de emulación, los juegos deportivos en balonmano, baloncesto, fútbol o voleibol, primero en el tabloncillo y luego en las canchas de cemento? Quizás muchos disfrutaron por vez primera en el Anfiteatro Nacional, a hierba limpia, de las actuaciones de Silvio, Pablo, Moncada, Van Van, Mayohuacán, Buena Fe…

Nada es más identitario en la madre de las escuelas vocacionales del país que su aplauso traducido a palmas con la secuencia que solo conocemos los azules con monogramas rojos. Podemos hasta corearlo con sonrisas, incluso a los 40, 30, 20 o 10 años de haber salido de sus laboratorios y aulas. Intentémoslo ahora con palmadas: pan con bistec, bistec con pan, pan con bistec, bistec con pan, pan con bistec, pan con bistec, pan.

Personajes y hechos inolvidables siguen en la memoria. En mi tiempo, la “Teacher” de la unidad 2; la conga del graduado por toda la circunvalación de la escuela; los festivales de la cultura que nadie se perdía (Pánfilo, Adrián Berazaín y muchos artistas, músicos, pintores y escritores se engendraron con el mismo rigor de los estudios); las ruedas de casino en cada jueves de recreación que podían haber aspirado a un Récord Guinness por la cantidad de parejas involucradas; o la cargadera de cubos de agua para bañarnos en los albergues J y K, de la unidad 6, donde al tercer y cuarto piso solo llegaba un hilito del líquido en las mañanas.

Sin embargo, en un cumpleaños como este, regresan esas noches oyendo radio a escondidas junto a los jimaguas del Cotorro para saber los resultados de la serie nacional; la prueba de inglés en la cual mi compañero Alejandro Requena hizo dos baterías en 45 minutos con 100 en cada una; el amor oculto con una profesora de Matemáticas por dos cursos consecutivos; y la amistad crecida con quienes compartíamos el cubículo: Rolando el Flaco, Kike el baloncestista, mi hermano Damián, Vladimir el guajiro, Ernesto el misterioso; Alejandro el científico y Víctor sin apodos. Nunca se lo encontramos, pues ni cantaba, ni hacía deporte ni comía frutas.

Por supuesto, si decido hablar de mi grupo, imposible dejar de mencionar las bellezas femeninas que ojalá puedan leer esto alguna vez: Laura, diseñadora de siempre; Dielsis Jiménez, locutora adelantada; Yanet, Lisset, Youselis y Liliam, un cuarteto contra el tráfico de todas las decisiones, pero inteligentes hasta el cielo; Karina, Raiza e Iris, nacidas en Playa con decenas de nubes de despiste; Marvelis Fanego, la jefa más carismática y la novia de Damián; Fanny Laguna, la más callada cual científica en potencia; Maricusa, simpática y ocurrente como nadie; y Giselle La Flaca, portadora de una mirada cómplice en cada trastada colectiva. (Si olvidé alguna belleza seguro me matarán por las redes, pero juro que hasta ahí llegó la memoria)

La Lenin nos descubrió adolescentes y soltó hombres y mujeres dispuestos a comernos el mundo. La magia mayor de esos tres años (algunos al principio estuvieron seis) quedó en la intimidad de una compañía que pasó de 24 horas a siete días, de una semana a tres años. De esos tres años a toda una vida. Por eso nos humedecen los ojos volver a hablar de ella.

La química que entra en venas durante el paso por la escuela preuniversitaria de Arroyo Naranjo sobresatura a algunos a veces, pero no hay vanidad en sentirnos amigos y hermanos para todos los tiempos. Tampoco nos quedamos como probetas del pasado, sino que somos en el presente mejores profesionales y personas gracias a ese oxígeno educativo que recibimos de excelentes profesores. Marta Cambet, Félix Uset, Pérez Cuza, Ari, Marchena, Cuní y otros, saltan rápidos para escribirlos.

Así pasa en todas las vocacionales nacidas después de 1974, solo que el oxigeno de La Lenin es más contagioso, no solo por el número real de graduados (más de 100 mil siendo conservador), sino también por las cicatrices de trabajo y aportes dejadas en la piel de una sociedad como la nuestra.

Duele hoy ver imágenes de destrucción de un símbolo educativo para más de una generación. Los 49 años que cumple este 31 de enero debían empezar como nos despedimos todos una vez, cantando a coro: “esta es la nueva escuela/esta es la nueva casa/ casa y escuela nuevas/ como cuna de nueva raza…”

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