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Maestros de Cuba: una lección de amor

No conservo ni una foto de ella. Y su acento con la zeta me ha perseguido desde los seis años, cuando me enseñó a leer las primeras palabras y con ello a leer la vida. Estervina era su nom­bre, así con V y no con B. Llevaba siempre ves­tidos largos, una cartera con lápices para los olvidadizos, sacapuntas para salvar cualquier contingencia y fotos para mostrarnos paisajes y héroes.

 

Foto: Joaquín Hernández Mena

Su piel escondía muy bien los 55 años que decía su carné. Y era maestra desde los 20, por tanto cada lección de Matemática, Español y Lectura traían la impronta de una sabiduría pedagógica que hoy puedo valorar con más cla­ridad. Siempre daba los buenos días, nunca la vi triste ni pesimista. Y hasta caramelos rega­laba cuando salíamos bien en las preguntas es­critas.

Nunca dio reglazos a los intranquilos, tam­poco ponía a hacer líneas a los habladores, y a los más atrasados en el aprendizaje les dedicaba una hora más de repaso después de las cuatro y treinta de la tarde. Vivía sola, pero se sentía la maestra más acompañada del mundo. Su natu­ralidad llenaba de luz aquella escuela primaria en el municipio de Centro Habana.

Ella era como nuestra madre porque a todos nos consideraba sus hijos, porque no le gustaba que nadie hablara mal del otro aunque no coincidiéramos en criterios; por­que no tenía meta mayor como educadora que enseñarnos a amar un país por encima de compartir en una misma aula creyentes y ateos; porque disfrutaba la poesía y la prosa de Martí como mismo la vimos bailar rumba y guaguancó; porque compartía una sonrisa cuando te ganabas un Excelente en la libre­ta y regalaba otra cuando ibas mejorando en la lectura o te aprendías la tabla del 3, del 4 o del 9.

Siempre quise escribir de ella porque los maestros marcan la vida de generaciones, de niños que se inician en el aprendizaje y en el conocimiento sobre su país. Quizás por los cientos de Estervinas que cada uno tuvo en su educación primaria somos hoy mejores profesionales y seres humanos. Y aunque no tengo foto de ella, ni pude des­pedirla a sus 96 años, siempre llevo en mi corazón una de las primeras lecciones más auténticas de ética, cubanía y amor que he recibido.

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