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Osvaldo Lara: Lo que el tiempo se llevó

Esta historia no se lee. Se respira, se palpa. Te rasga la piel del espíritu. Tal vez te abrace el alma. Si de verdad le interesa aférrese a cada palabra, punto o coma. Todo comenzó con un rumor. Los rumores nos causan un efecto extraño. A veces los despreciamos. En ocasiones colonizan nuestro interés. Ese fue mi caso…

Es una candente mañana de mayo. ¡Sí, créame, de mayo!. Encontrar la dirección se hace difícil. Luego de mucho preguntar casi por accidente tropecé con el edificio. Uno de tantos, que cerca del litoral habanero sufren las mortales estocadas del tiempo y el salitre… “¡Es aquí! ¡Tres pisos más arriba!”, le digo a un perro viejo que al pie de la escalera me recibe arrastrando sus patas artríticas. Se echa en actitud de alfombra. Lo miro como esperando que me conteste. ¡Lo hace! Menea la cola sin mover ninguna otra parte de su cuerpo.

Osvaldo Lara. Foto: Daniel Martínez Rodríguez

Subo las escaleras. Toco la sólida puerta del apartamento 10. Se abre y emite un tenue quejido. De esos que erizan la piel. Un hombre de rostro cetrino me recibe. «¿Es el periodista?, ¿cómo anda? entre, siéntese allí», murmura y de espaldas señala un gastado butacón en la sala. Sí, se lo adelanto, aquí adentro se respira opacidad… Aspira una bocanada de aire. Parece llegarle hasta el alma.

“Soy Osvaldo Lara”, añade y cierra la puerta. Ladea la cabeza y acompañado de un largo suspiro se acomoda en un viejo sofá oscuro, cuyos reposabrazos son anchos y con algunos rotos. Estudia mi rostro. Me disculpo. Estrujo en el fondo de la mochila un puñado de papeles. En ellos apunté sus mejores marcas y resultados cuando era un as de la velocidad en Cuba. “Busco la grabadora”, le expreso con media sonrisa. Miento. Echo un vistazo a su realidad. Es fría y directa. No usa disfraz, tampoco máscara. Está repleta de arrugas. ¿Alguien sabrá quién vive aquí?… Mi primera pregunta cala en su ánimo. Se enfrenta a la luz roja de la grabadora y le pone rostro a su drama…

“Que bueno, te acordaste de mí, te acordaste de mí”, opina como esclavo de una idea fija. “De Lara nadie se acuerda. Es la dura verdad”, agrega mientras no para de estrujarse los dedos de puro nervio.

“¡Cary, Caryyyyy!”, dice tembloroso y hunde su rostro entre las manos, tratando de ocultar hipidos y sollozos.

“Dimeeee, Osvaldo” afirma una voz femenina que llega desde la cocina. “Buenos días”, continúa frente a mí una señora de una delgadez casi extrema. “Soy María Caridad, su esposa, encantada”, añade en tanto se limpia las manos con un trapo.

“Debe disculparlo. Hace siete años tuvo un infarto cerebral y tiene lagunas mentales. Además de ser hipertenso y diabético”, masculla junto a otro puñado de palabras donde tiembla la esperanza.

“Se olvidaron de mí, con tantos años en el equipo nacional”, musita Lara, como si por la boca le salieron las entrañas.

“No recuerdo mucho”, afirma y chasquea nerviosamente los dedos de su mano derecha. “¡Caruca ven, ven Caruca!”, formula en voz alta y de auxilio, sin ocultar las lágrimas en su negro rostro.

“Dime”, le dice la esposa. Se sienta a su lado y se acomoda su entrecano pelo con un moño corto.

“La verdad es que no vienen a verlo”, duda unos momentos. “Fui a la dirección municipal de atención a atletas y se quedó en nada. Jamás han venido del Inder. Ni de la Comisión Nacional de Atletismo”, prosigue con una de esas miradas que lo dicen todo. “¡Eeeeeeh!, esos nunca”, le secunda él torciendo los labios como si hubiera probado un bocado de antipatía e ira.

“Lara recibe 700 pesos por una de sus medallas. No tiene retiro porque cuando empezó con lo de la hipertensión se asustó. Se desesperó y pidió la baja del trabajo. Después tuvo el infarto cerebral y ya usted ve”, finaliza Cary y con un gesto fatigado y triste se levanta, y junto a su delgadez se pierde en las entrañas del apartamento.

Él se apaga mientras le empieza a sudar el labio superior. Mis ojos se aprovechan y van de un rincón a otro de la sala. Las paredes muestran un viejo color hueso. Algunos adornos baratos y fotos viejas dan algo de vida. Un grupo de bártulos, juguetes y cosas que no logro definir, entre ellas un catre, atestan las esquinas y la mesa. En el techo par de abofados demuestran que hay filtraciones. Muy cerca dos grietas enormes acuñan el lamentable panorama. Una lampara de luz fría cuelga con fragilidad sobre mi cabeza.

“Mire esto”, dice algo animada Cary de regreso. (Yo prefiero pensarlo así). Coloca sobre el butacón un pequeño saco y vierte su pesado contenido. “Son mis tesoros”, asevera Lara, clavando su mirada en un buen puñado de herrumbrosas medallas.

¿Está ahí la de los Juegos de la Amistad en 1984?, le digo animado tomando algunas en mis manos.

“Síííí, aquí”, responde él parpadeando como si saliese de un trance y colgándosela en el cuello. “Fue mi mejor resultado”, indica acariciando otras preseas. Ese año solo el americano Carl Lewis estuvo por delante de mí. Podría haber cogido una medalla en los Olímpicos de los Ángeles 84. No fuimos. Gané los Juegos de la Amistad”, certifica apoyado en el respaldo del sofá, con los brazos cruzados y mirándose las puntas de los pies como listo para correr de nuevo.

“Al regreso me regalaron un carro, ¿un Lada?”, interroga a Cary mientras se seca el sudor del labio superior y los pelos blancos de sus escasas cejas se disparan hacia arriba.

“Sííí”, contesta ella, su “memoria”, con un tono de ternura y ahogo en su voz. ¿Habrá algo más bonito que permanecer fiel a los tuyos?, pienso mientras los miro. “El salitre acabó con el carro, prosigue. Nos mandaron a un taller por Carlos III. Nos pelotearon. No teníamos ni un medio. La gente quiere dinero. No lo vendimos, se desbarató”, certifica con la mandíbula apretada y arqueando una ceja.

Otra vez lágrimas en los ojos de Lara. Une las manos como si rezase. Con la punta de los dedos apoyados en el mentón. Juraría ahora desea perderse en esa laguna mental que tantos recuerdos ahoga…

Busco en la mochila los papeles. Le recuerdo sus logros, le reto sobre justas y adversarios. Necesito información.

“Tuvimos buenos relevos de cuatro por 100”, anuncia en tono mesurado, como si estuviese intentando abrirse camino entre lo que fuese que iba a decir. “Ahí están las medallas para Cuba en Centroamericanos y del Caribe y Panamericanos, ahhhhh, y mi quinto y octavo lugar en los Juegos Olímpicos de Moscú 80 en 100 y 200 metros”, amplía y en sus labios aparece por vez primera una sonrisa, que acentúa su aspecto frágil y quebradizo.

“Silvio Leonard fue mi gran rival. Es mi amigo. Yo tenía buena arrancada natural, conmigo había que recogerse, pero Silvio era el mejor”, certifica y por varios segundos una chispa feliz brilla en sus pupilas…

Una fuerte brisa hace volar los papeles. Algunos llegan hasta el balcón. Los busco y tropiezo con una puerta que parece ser manjar para el comején. Cary descubre la indiscreción de mi mirada y con un leve movimiento de hombros creo que me da la razón…

Lara no se desprende de la medalla en su cuello. Camina por la sala. Se deja caer y sus manos juguetean con uno de los rotos del sofá. Se restriega las mejillas con dedos temblorosos y afirma,  “Jesús Molina cará. Lo quise como mi papá, lo llevo aquí”, asevera y se toca la sien, para indicar que hay cosas que jamás naufragan en las oscuras aguas del olvido. “Fue mi entrenador. Me enseñó, que en gloria esté”.

Una risa brota de su garganta y la sofoca trancando el rostro como un cerrojo. ¿Qué habrá recordado?

“Ahora solo salgo a buscar el pan”, apunta tosiendo. Se tapa la boca con el puño y con un gesto de resignación en las manos se cruza de piernas, dejando descansar una de ellas sobre la rodilla.

¿Me dicen que cumplió misión en el extranjero?, le pregunto.

“Sí”, y asiente con vehemencia, “En Venezuela, ¿y?”, alega y alza las palmas de las manos como pidiendo la intervención divina.

“En Perú en 1996”, le rescata Cary, que recoge las medallas y la guarda en la vieja bolsa.

“Hay quien piensa que eso lo resuelve todo. No es así. De Venezuela pudo traer tres cajas. No un contenedor”, aclara ella. Se muerde el labio y cierra los ojos indicándome que no desea seguir con el tema… ¿Estará hambrienta de explicaciones?

Osvaldo Lara se frota las rodillas como si se untara pomada. Se sumerge en su silencio tejido por el dolor. En su desnudez sin consuelo. Nos despedimos con pocas palabras. La puerta se cierra y devuelve un triste quejido. Al pie de la escalera el perro sigue en actitud de alfombra. En la calle es un ardiente mediodía de mayo y mi sombra en la acera llora una lágrima.

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