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Martí en la hora decisiva

En 1892 Martí entró en la fase definitiva de su proyecto re­volucionario. La fundación del Partido Revolucionario Cubano (PRC), en abril de ese año, fue un paso fundamental para la obra organizativa y que llamó Guerra Necesaria, que era el me­dio para el fin que se proponía: la revolución anticolonial. Esta, además, debía cumplir un deber mayor en el continente, impedir, con la independencia de Cuba, la expansión de los Estados Unidos por las tierras de Nuestra Amé­rica.

 

 

Como es bastante conocido, el plan denominado de Fernandi­na se frustró por una delación, y las autoridades estadounidenses incautaron los tres buques y los pertrechos en ellos depositados, lo cual fue un golpe terrible; sin embargo, el líder no se dejó aplas­tar por eso, sino que trabajó por recuperar lo posible y organizar en las nuevas condiciones el ini­cio de la guerra: se firmó la orden de alzamiento para la segunda quincena de febrero de 1895 y se preparó todo en pos de que la dirección pudiera llegar a Cuba con la mayor prontitud. En esa etapa final el Delegado del PRC dispuso su salida hacia Monte­cristi, en República Dominicana, con el propósito de unirse con el General en Jefe Máximo Gómez, ajustar los detalles inmediatos y ultimar los de su incorporación a la guerra convocada.

 

 

En la tierra quisqueyana los dos máximos jefes tomaron deci­siones y elaboraron documentos cardinales, de carácter progra­mático y organizativo. Allí Martí redactó el conocido Manifiesto de Montecristi, que recogía las pro­yecciones esenciales de la revolu­ción, firmado sin objeciones por Gómez. El documento comenzaba con una aseveración, conceptual que, si bien recogía el sentido de continuidad, también afirmaba el objetivo revolucionario por la vía de la guerra: “La revolución de independencia, iniciada en Yara después de preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra”. De este modo, se presentaba a los cubanos y al mundo el reinicio de las ac­ciones bélicas en la Mayor de las Antillas.

En las proyecciones de la re­volución no todo podía ser explí­cito pues, según expresó Martí en su carta inconclusa a Manuel Mercado del 18 de mayo, “(…) hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificul­tades demasiado recias para al­canzar sobre ellas el fin”. De ahí que el propósito de contener la expansión del imperialismo na­ciente no se hacía explícito; pero estaba en el proyecto, presentado de manera velada como al decir que la guerra “(…) es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicio­so de las Antillas presta a la fir­meza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo”, o como es­tipulaban las Bases del PRC: “(…) cumplir, en la vida histórica del continente, los deberes difíciles que su situación geográfica le se­ñala”. No obstante, en cartas per­sonales haría mención más direc­ta a esa circunstancia.

En epístola al dominicano Fe­derico Henríquez y Carvajal, fe­chada el mismo día del Manifies­to, refería: Para mí, ya es hora. Pero aún puedo servir a este úni­co corazón de nuestras repúblicas. Las Antillas libres salvarán la in­dependencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo. Vea lo que hacemos, Vd. con sus canas juveniles, y yo, a rastras, con mi corazón roto.

“Levante bien la voz: que si caigo, será también por la inde­pendencia de su patria”.

Martí establecía así un ob­jetivo continental; y, además, los peligros de la guerra, que plan­tea la posibilidad de caer en ella en cualquier momento, de lo cual no estaba exento, pero consciente de su deber añadía: “Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad co­mienza con ella, en vez de aca­bar”. A Mercado decía: “Por acá yo hago mi deber” cuando lo con­vocaba a que México auxiliara “a quien lo defiende”, ya que en su opinión no había tiempo que per­der, pues: “Esto es muerte o vida, y no cabe errar.

 

 

Era la alerta que escribía el día antes de su muerte. El 19 de mayo, con su caída en comba­te, ocurría lo que había valorado en Tampa el 27 de noviembre de 1891, cuando recordaba a los mártires de 1871: “(…) la muerte da jefes, la muerte da lecciones y ejemplos, la muerte nos lleva el dedo por sobre el libro de la vida: ¡así, de esos enlaces continuos in­visibles, se va tejiendo el alma de la patria!”. Eso es Martí: el alma de la patria.

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