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Editorial: La soberanía no es negociable

La Revolución es mucho más que sus instituciones, mucho más que los discursos que la enaltecen, mucho más que su arsenal teórico, mucho más que sus referentes y las loas. Revolución somos todos.

Habría que entender la Revolución —y así la entendieron y la entienden muchos de sus hacedores— como un proceso integrador, que aúna intereses múltiples y propone un camino (no exento de escollos) para la emancipación y la dignidad plena de todos los ciudadanos.

Fidel Castro lo expresó diáfanamente en su discurso del 1ro de mayo de 2000: “Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas”.

Por eso no se puede asumir que la obra de la Revolución está cumplida. Por eso no se puede asumir que lo que se ha construido (y se ha construido mucho) es perfecto e inmejorable.

Un pueblo no es un rebaño, aunque tenga muchas aspiraciones comunes. El cometido mayor de un proceso revolucionario es aunar tanta diversidad en un proyecto de sociedad esencialmente justo y democrático.

No será nunca una tarea fácil, pero es la tarea suprema. Lo supo José Martí, que enfrentó la desunión en pos de esa idea. La independencia era en aquel momento el primer paso para lograr una república “con todos y para el bien de todos”.

La Revolución tiene que ser el espacio para el debate franco y desprejuiciado sobre los conflictos y los desafíos que sus propias dinámicas generen. El reto permanente de las instituciones es acoger ese diálogo y garantizar que sea constructivo.

Hace falta compromiso y responsabilidad. Hace falta trabajo. Hace falta sentido de nación.

Un grupo reducido de personas, que se erige en movimiento “de artistas” y cuya agenda coincide con la de los enemigos históricos de la Revolución, no puede aprovecharse del legítimo derecho a disentir para socavar las bases populares de un sistema político y social.

Pretenden hacerlo a golpe de provocaciones, ignorando y violando la ley, sin poder ocultar sus turbias estrategias de financiamiento.

A los mercenarios no les interesa el diálogo. No les conviene. No lo propician. Quieren, eso sí, imponerse a fuerza de chantaje, de llamamientos a la desobediencia, de mentiras.

Ante esas pretensiones la Revolución tiene derecho a defenderse. Y la Revolución no es un capricho de unos cuantos. Es la voluntad y la expresión de millones.

Hay mucho por hacer, hay mucho que discutir. Es necesario revitalizar e incluso crear espacios eficaces de confluencia y análisis crítico. De eso se trata: democracia socialista.

Pero eso no significa renunciar a principios esenciales, que encontraron concreción gracias al sacrificio y el empeño de generaciones completas de cubanos.

La soberanía no es negociable. Es garantía de la supervivencia de la nación.

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