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Con Filo: Mentiras

No se dice mentira, nos repetían una y otra vez en la niñez, si por casualidad osábamos, no ya a mentir, sino decirle siquiera a una persona adulta la propia palabra “mentira”.

Foto: Internet

Era una forma extrema quizás, pero que te enseñaba desde las primeras edades el rechazo a la falsedad premeditada, y a todo lo que guardara relación con esa acción o conducta.

Mentir es quizás, junto con envidiar, uno de esos defectos o actitudes reprobables que todas las personas rechazan como principio.

Nadie admite de buena gana ser mentiroso o mentirosa y, sin embargo, es muy difícil que exista un ser humano que alguna vez no haya dicho una mentira.

Pero el problema grave es cuando mentir se entroniza como un hábito, una manera sistemática de evadir responsabilidades o falsear hechos para sacar cualquier tipo de provecho, sea o no material.

Por desgracia, existen individuos que se casan con la mentira, y les resulta muy difíciles renunciar a ella. Pueden llegar a hacer mucho daño las personas mentirosas, sobre todo cuando encadenan sus engaños con actuaciones que perjudican a quienes les rodean.

La sabiduría popular apunta siempre a la fragilidad intrínseca del acto de mentir. Hablamos de que las mentiras tienen piernas cortas, o de lo rápido que se coge a un mentiroso. No obstante, hay mentiras que pueden tardar mucho tiempo en ser descubiertas, algunas incluso podrían no serlo nunca, con todo el costo social y emocional que ello puede implicar para quienes la sufren.

Porque, a la larga, mentir perjudica tanto a quien lo hace como a la persona a la cual se engaña. Y también existe gente que alimenta la mentira ajena, casi que la promueve, ya sea porque muestra complacencia con ella, e incluso a veces hasta la premia. Ahí hay que parafrasear otro refrán, y añadir que tan mentiroso o mentirosa es quien esconde la verdad, como quien la aplaude.

Por supuesto, las víctimas de una mentira tienen que enfrentar con frecuencia las mayores pérdidas, ya sean espirituales, por el agravio y la decepción que ello provoca, o incluso materiales.

En el terreno económico, por ejemplo, la mentira casi siempre deviene en fraude, y el fraude en delito, y el delito, cuando es continuado e involucra a más sujetos, termina en una peligrosa y extensa cadena de corrupción.

Y todo ese camino hacia el despeñadero en no pocas ocasiones comienza con unas aparentemente pequeñas mentiras, que alguien dejó pasar, o no quiso comprobar, o le convenía tolerar.

Porque ese es otro rasgo importante de ese problema de mentir: es un vicio que escala, crece, cuando no hay límites y controles que le pongan freno. Así, la mentira es como una madeja que enreda a quien la practica, y le lleva muchas veces a volver una y otra vez a falsear, para tratar de hacer creíble desde la primera hasta la última fechoría.

Por eso en materia de mentiras, como dice cierto mensaje educativo sobre las drogas, también lo mejor es no empezar. De hecho, es posible desarrollar cierto grado de adicción, de dependencias de las mentiras, hasta el punto de que haya sujetos a quienes ya no les importe que todo el mundo sepa que es un mentiroso o mentirosa. Y esto es terriblemente triste, además de peligroso. Porque a alguien que tiene la costumbre de mentir, nadie le hará caso, incluso el día en que la vida le obligue al fin a enfrentar la verdad. Entonces, ya es poco lo que es posible hacer, para recuperar la credibilidad y el favor del resto de sus semejantes.

De modo que no andaban tan desencaminados aquellos severos regaños de nuestra infancia, cuando las personas adultas nos advertían, una y otra vez, nada más que por mentar la palabra maldita: no se dice mentira.

 

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