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Julio Díaz González :“Yo estaré donde esté Fidel”

Paulino Díaz González recuerda a su hermano como una persona jovial y a la vez decidido en sus acciones. Foto: Agustín Borrego
Paulino Díaz González recuerda a su hermano como una persona jovial y a la vez decidido en sus acciones. Foto: Agustín Borrego

Por Felipa Suárez y María de las Nieves Galá

Un gran retrato de Fulgencio Batista, colocado en la fachada del hotel Sevilla, propiedad del representante Juan Núñez, conmocionó a los vecinos del poblado de Artemisa, donde un significativo número de jóvenes enfrentaban al régimen tiránico impuesto por aquel individuo cuyo sonriente rostro ofendía a todos.

Julio Díaz González se dispuso a lavar la afrenta y, armado con una bombilla eléctrica llena de tinta, subió a la azotea de la ferretería El Recreo, donde había trabajado durante un tiempo, la lanzó contra la imagen, y la manchó.

La anécdota la cuenta Paulino Díaz González, hermano menor de Julito, quien agrega que los guardias eran incapaces de precisar cómo había sido posible aquel hecho que tanto trascendió entre la población.

A los 78 años de edad, el hombre tiene muy clara la imagen de quien fuera su hermano mayor. Lo describe como un ser muy jovial, que atraía a la clientela, de ahí que fuera muy apreciado por los dueños de las dos ferreterías donde trabajó: primero en El Recreo, y después en El Almacén.

Nació el 23 de mayo de 1929, en una finca cercana a Puerta de la Güira, y desde pequeño fue muy estudioso. Cuando terminó la enseñanza primaria tuvo que comenzar a trabajar para ayudar al padre en el sostenimiento del hogar, pero ello no implicó que abandonara su superación, pues se pagaba estudios en la Academia Comercial Pitman, y también a Bernardo Crespo para que le impartiera clases de inglés.

“Hacía relaciones muy fácilmente, era bien parecido, muy enamoradizo, y le gustaba bailar. Frecuentemente asistía a los bailables que se daban en la Sociedad La Luz.

“A mí, que era el hermano menor, me mimaba. En aquella época, que un niño tuviera una bicicleta era un privilegio, y la primera que tuve, cuando yo tenía 10 o 12 años, me la compró él.

“Lo recuerdo con mucho orgullo porque, a pesar de ser jaranero, era una persona muy seria y muy recta; cuando decía algo, eso era.

El 28 de mayo de 1957 Julito Díaz cayó mortalmente herido en el combate del Uvero, en la Sierra Maestra.

Entre los muchachos de La Matilde

Al igual que sus amigos de la barriada, Julito militó en la Juventud Ortodoxa. De su quehacer dentro de esa organización, Paulino explica: “Me llevaba seis años, lo cual quiere decir que cuando comenzó sus trajines revolucionarios yo tenía 14, pero recuerdo muchas cosas, entre ellas que, a diario un grupo de jóvenes de La Matilde, donde vivíamos, se reunía en torno al radio de mi casa para escuchar los comentarios de Guido García Inclán en su programa del mediodía”.

Cuenta que en una ocasión Julito llegó al hogar con las piernas heridas, y al indagar sobre lo sucedido respondió que había sido en la playa Majana, adonde habían ido a bañarse, y como era de noche se confundió e hirió.

“Después nos enteramos de la verdad: Se encontraban reunidos en la sede de la Juventud Obrera Católica (JOC), alumbrándose con una vela, y alguien tocó muy fuerte en la puerta. Al dispersarse el grupo, Julito brincó la cerca que separaba ese local de una lavandería existente en el fondo, y se hirió al caer encima de la madera acumulada para las calderas.

“En otra oportunidad encontré tres pistolas calibre 22 debajo del colchón de su cama; cuando le pregunté me respondió que se estaban dedicando a cazar y evitó otros comentarios al respecto”.

Discreto y decidido

Cuando el 24 de julio marchó para la acción del Moncada, Julito pidió a María, la madre, que le preparara una ropa de salir y una muda de trabajo, porque iría a hacer un inventario en la casa central, en La Habana, e iba a estar ausente alrededor de tres días. En esa época él trabajaba en la ferretería El Almacén.

“Después sucedieron los hechos del Moncada y del Carlos Manuel de Céspedes, el 26 de julio de 1953.

“Pasados tres días, llegaron cinco carros del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), nos conminaron a ir hacia la cocina, y registraron la casa pulgada a pulgada. También los libros. Pero ya habíamos desaparecido lo más comprometedor, como por ejemplo, un pomo lleno de balas calibre 22, un libro de geografía de Antonio Núñez Jiménez, prohibido entonces, y todos los papeles.

“A partir de ese momento, hasta el triunfo de la Revolución, diariamente nos visitaba un militar, a cualquier hora del día o de la noche. Incluso después del combate del Uvero y conocida la muerte de Julito, nos siguieron visitando. Ni un solo día dejaron de molestarnos”.

Fracasado el ataque al Moncada, Julito y su coterráneo Marcos Martí lograron llegar hasta el lugar conocido como Las Múcaras, donde se separaron porque Marcos decidió continuar. Julito estaba en muy mal estado y ante la propuesta de llevarlo hacia un sitio donde los guardias no lo podrían encontrar, se negó porque eso lo privaría de encontrarse con Fidel, y precisó: “Yo estaré donde esté Fidel”.

Detenido, juzgado y condenado, Julio Díaz González fue internado en el mal llamado Reclusorio Nacional para Varones, en la entonces Isla de Pinos.

“Fui de los primeros en visitarlo en la prisión. Allí conocí a Fidel, Raúl, y al resto de los compañeros. Se creó un comité de ayuda a los presos del Moncada, tanto económica como para la posterior recogida de firmas en pro de su liberación”, rememoró.

Lograda esta, Julito Díaz se trasladó a México para incorporarse a los preparativos emprendidos por Fidel para la expedición armada, e integró el grupo de 82 hombres que arribaron a Cuba en el Granma, el 2 de diciembre de 1956; figuró entre los sobrevivientes de Alegría de Pío, ganó la Sierra Maestra y participó en los combates librados hasta el 28 de mayo de 1957, cuando cayó mortalmente herido en el Uvero.

El dolor del silencio

A Paulino aún lo estremecen los recuerdos, el más lacerante quizás, el de mantenerse callado ante la familia cuando supo que su hermano había muerto.

“Basilio Volumen, dueño de la farmacia, me dijo que un compañero del Movimiento quería hablar conmigo, y me invitó a tomar un café en el Guarina. Su acompañante me comunicó oficialmente la muerte de Julito. Le manifesté que en ese momento no estaba en disposición de darla a conocer por situaciones existentes en mi casa: mi mamá, con una cardiopatía fuerte; mi papá, un poco desequilibrado por los acontecimientos; mi hermana, embarazada, y otras cuestiones.

“Pasaron varios meses y mi madre comenzó a preocuparse y a hacer fuerza por conocer qué sucedía con Julito, pues no tenía noticias de él. Hubo un momento en que se lo di a entender, pero ella no lo asimilaba. Hablamos con Melba Hernández, quien fue a la casa, se pasó el día con nosotros, y por la tarde se lo dijo. Por supuesto que su problema de salud se agravó ante la dolorosa verdad.

“Yo se lo había dado a conocer a algunos revolucionarios que mantuvieron el secreto, porque hay cosas que es necesario compartirlas con alguien, para desahogarse”.

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