Son varias las vivencias personales o sociales acaecidas durante mis lejanas niñez y pubertad, que pudiera citar incidieron en el nacimiento de un sentimiento desconocido hasta ese momento: el amor al deporte.
En mi mente se mantienen frescos los calientes “pitenes” de quimbumbia, a la mano, a la chapa y al taco, disputados en el placer del barrio, que en ocasiones terminaban en reyertas entre amigos.
Recuerdo con agrado los incipientes planes de la calle donde no faltaban entre otras disímiles iniciativas, la carrera en sacos y las pruebas LPV, que incluían el difícil ascenso “por la soga” sin nudos.
Como a muchos, me impactaron las primeras Vueltas Ciclísticas a Cuba y sobre todo cuando en la Calle Real (Carretera Central) esperábamos ansiosos el cruce de la caravana. Llegado el fin de semana “imitábamos” al inolvidable “Pipián” Martínez en carreras por los caminos que recorríamos en busca de frutas y peces; con la salvedad de que generalmente, la cantidad de “ciclistas” triplicaba las bicicletas.
Algo más íntimo, pero imperecedero y que se agradece en el transcurrir de la vida, fue la llamada de atención que me hiciera Abejita en un aparte de la secundaria. Mi infantil inmadurez de aquel entonces, no alcanzaba para comprender cómo un muchacho de similar edad que se iniciaba en los trajines de la anotación deportiva, me explicaba de una forma tan responsable, las implicaciones de un actuar fraudulento, al jugar como “forro” en el equipo juvenil de la localidad de Corralillo.
Con similar simpatía e incipiente sentido de su significado histórico, forjado en las enseñanzas de mis primeros maestros (Leo y el matrimonio Caridad-Humberto), me impactaron las históricas actuaciones del equipo de béisbol al Mundial del 61 y de la delegación del Cerro Pelado en los Centroamericanos de 1966; como resultado de una combinación perfecta entre relevantes triunfos deportivos y una carga patriótica que trascendería en el tiempo, sirviendo de inspiración y ejemplo a sus futuros continuadores.
Sin embargo, es la visión de una secuencia fotográfica de un rocambolesco y estrepitoso “deslizamiento” del legendario pelotero Pedro Chávez (por demás, integrante de ambas comitivas), de cuyo autor desconozco su nombre; —pero que bien pudo ser uno de los grandes como Panchito— publicada en Bohemia y tomada durante un desafío efectuado en el Latino, correspondiente a una de las incipientes series nacionales, el momento justo que considero el primer flechazo “cupidesco” que me enganchó por siempre al deporte. En dicha secuencia se aprecia como luego de un traspié, a más de 15 pies del “Jon”, dando tumbos y casi a rastras, anota una carrera que pudo o no ser decisiva para alcanzar el triunfo; pero sí una muestra fehaciente de entrega, perseverancia y amor por la chamarreta que se defiende.
Son pocos los deportistas estelares que he tenido oportunidad de conocer, si es que unos minutos de conversación informal, como ha sido en la mayoría de los casos, merecen ese calificativo. Entre otros, Stevenson, Juantorena, Ana Fidelia, Garbey, Regla Torres, Cepeda, Lazo y Puente. No obstante, en esos diminutos espacios de tiempo, se percibe cuánto hay de similitud entre los valores puestos de manifiesto en aquel “deslizamiento” y la calidad deportiva demostrada durante años por estos y disímiles atletas más, en diferentes escenarios.
Con Chávez nunca he tenido esa oportunidad. A Abejita (de nombre Juan Pérez según Arnelio Álvarez de la Uz, quien mucho tiempo después, me aclaró no ser el promotor de aquella “charla”), no lo he visto en decenios. Del fotógrafo, ni siquiera puedo precisar su nombre.
Pero más allá de lo anecdótico o trascendencia social de lo narrado; o lo que otro(a)s,a partir de sus vivencias personales pudieran citar, es innegable que el deporte constituye fuente inagotable de mejoramiento humano; y que cualquier suceso por irrelevante que resulte, relacionado con su práctica, pura afición o vínculo profesional nos puede “sembrar” un eterno flechazo de Cupido.


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