El Congreso peruano destituyó a Dina Boluarte el 9 de octubre de 2025 por “incapacidad moral permanente”. Fue el desenlace de un gobierno sostenido más por el cálculo político que por la legitimidad popular. Su aprobación rondaba el 4 %, y su gabinete acumulaba denuncias, crisis de seguridad y una desconexión total con la ciudadanía.

El escándalo conocido como “Rolexgate”, por la posesión de relojes y joyas de lujo sin justificación legal, terminó de sellar su suerte. La oposición aprovechó el desprestigio del Ejecutivo para unirse en su contra y provocar la vacancia. Según AP News, la decisión se aprobó por amplia mayoría en un Congreso que busca reacomodarse y mantenerse, al menos, hasta las elecciones de 2026.
Se veía venir
La caída de Boluarte tiene raíces más hondas que un caso de corrupción. Es la expresión de un sistema político agotado, donde el enfrentamiento entre el Ejecutivo y el Legislativo ha sustituido al debate democrático.
Desde la vacancia de Pedro Castillo en 2022, el país se ha movido en ciclos de crisis institucionales, gobiernos de transición y protestas violentas. En ese contexto, asumió Boluarte, quien carecía de una base social propia. Según analistas, su discurso tecnocrático y la distancia que siempre marcó de los sectores populares hicieron imposible revertir la imagen de una mandataria sin pueblo.

A ello se sumó una creciente inseguridad ciudadana, con cifras alarmantes de homicidios, extorsiones y robos, que deterioraron aún más la confianza pública. El diario El Colombiano reseñó que “la población percibía un Estado incapaz de garantizar orden ni justicia, mientras los escándalos personales de la presidenta ocupaban los titulares”.
El Congreso peruano, por su parte, fragmentado pero donde prevalecen fuerzas conservadoras, ha convertido la figura de la “vacancia por incapacidad moral” en un arma política. En nombre de la Constitución, ha derrocado presidentes y favorecido alianzas efímeras que garantizan cuotas de poder sin proyecto nacional.
Como señaló otro medio, TN Internacional, detrás de la caída de Boluarte hubo más cálculo electoral que indignación ética. La clase política en el poder busca llegar a los comicios de abril del 2026 sin que le asocien a un gobierno impopular.
Incertidumbre e inestabilidad
El nuevo mandatario interino, José Jerí, asumió por sucesión constitucional como presidente del Congreso. Su tarea inmediata será convocar elecciones y sostener el equilibrio precario de un país exhausto. Su margen de maniobra es limitado: los partidos tradicionales se encuentran desprestigiados y los movimientos sociales amenazan con volver a las calles.
Las heridas de 2022, cuando decenas de manifestantes murieron en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, siguen abiertas.

Analistas advierten que, si las necesarias reformas estructurales continúan postergándose, el ciclo de vacancias continuará. El debate sobre una Asamblea Constituyente o la revisión del mecanismo de destitución presidencial podría reactivarse, aunque el consenso político sea casi nulo.
Vale recordar que en los últimos diez años, ningún presidente peruano ha logrado concluir su mandato:
- Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018): Renunció por acusaciones de corrupción (caso Odebrecht).
- Martín Vizcarra (2018-2020): Destituido por corrupción y enfrentamiento con el Congreso.
- Manuel Merino (nov. 2020): Renunció a los cinco días por protestas que fueron reprimidas con violencia y dejaron al menos dos jóvenes muertos.
- Francisco Sagasti (2020-2021): Terminó su encargo de transición.
- Pedro Castillo (2021-2022): Vacado y detenido tras intento de disolver el Congreso.
- Dina Boluarte (2022-2025): Destituida por corrupción e impopularidad extrema.
- José Jerí (2025-2026): En funciones, se supone que hasta las elecciones previstas para el 12 de abril del 2026.
Como recordó El País, Perú se ha convertido en un laboratorio de inestabilidad: una democracia donde el voto elige, pero la destitución decide.
¿Modelo agotado?
La sucesión de presidentes revela una crisis sistémica de representación. Ninguna de las agrupaciones políticas de mayor poder económico ha conseguido plantear una alternativa sólida. La corrupción y la desconfianza hacia las instituciones han erosionado el llamado “contrato social” que debe garantizar la estabilidad en las democracias representativas.
El politólogo Alberto Vergara advirtió en The Washington Post que “Perú no vive una crisis de gobierno, sino una crisis de régimen”, en la que la política se reduce a la lucha por sobrevivir entre destituciones y protestas.
La socióloga y profesora de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima), Anahí Durand, escribió hace unos años que “en una sociedad como la peruana, con partidos políticos débiles, un tejido social fragmentado y mafias enquistadas en el aparato público, lo que se actúe desde el Estado será fundamental para desmontar estructuras neoliberales (por ejemplo, en el manejo de los recursos naturales, la reforma tributaria o el régimen de pensiones de las AFP). Pero la actuación estatal será insuficiente si se hace de espaldas a la población que votó por cambios. Por ello será fundamental involucrar a la ciudadanía y sus diversas organizaciones —sean comunidades campesinas, indígenas, organizaciones barriales, asociaciones comerciales u otras—, de modo que se comprometan en la defensa de sus derechos. Este nuevo tiempo está en disputa y abierto a la contingencia. Lo que esperamos es posible, aunque también puede no realizarse”.
A la luz de la caída de Boluarte, el mensaje tiene absoluta vigencia y es claro: ningún gobierno puede sostenerse sin legitimidad social, ética y pública.
¿Lo que sucede en Perú será acaso una consecuencia de la imposición de un modelo de democracia occidental que poca o nula relación tiene con la naturaleza de su civilización?

En los últimos siglos la nación suramericana, como otras del continente, ha resistido sucesivos procesos de colonización, a pesar de ello, aún se conservan y hablan más de 40 lenguas originarias, entre ellas el quechua, el aimara, el shipibo-konibo, el asháninka, el yine, el kukama y muchas más. Cada una responde a una forma distinta de organizar el pensamiento, de nombrar los sentimientos, de percibir el mundo.
Esa cultura del Perú profundo y auténtico ha quedado fuera de partidos políticos e instituciones supuestamente “civilizadas”. Quizás la verdadera esperanza llegue cuando la cosmogonía que nutre a la nación se empodere de una buena vez.




