Los medios de comunicación tradicionales y los esquemas más convencionales de socialización del arte se implican hoy menos en la construcción de un caudal simbólico, en la formación de un público, en la mediación efectiva de los procesos de consolidación de un acervo integral en la ciudadanía. Pudiera parecer una afirmación apocalíptica, pero convendría asumirla con pragmatismo.
Que se impliquen menos no significa que no se impliquen nada. E incluso, hay potencialidades todavía insuficientemente exploradas que pudieran incrementar esa influencia, particularmente en los sectores más jóvenes. El camino no está en atrincherarse en las maneras de la vieja usanza, asumirlas como bastión. El camino es la integración.
La celebérrima imagen de Mahoma y la montaña pudiera adaptarse a los tiempos que corren. Entonces, si los jóvenes no van a la tradición, que la tradición vaya a los jóvenes, aprovechando las posibilidades del momento. No es una circunstancia nueva que la rebeldía y la necesidad de renovar discursos y formatos siempre han sido parte del espíritu juvenil.
La historia del arte y la cultura se sustenta precisamente en la capacidad de diálogo. Los clásicos lo son por su atemporalidad: pueden tender puentes a cualquier debate contemporáneo. Y cada época va prefigurando sus clásicos, las obras que resistirán el escrutinio del futuro.
Es cierto que asistimos a una creciente banalización del consumo cultural —usando un término, consumo, que genera no pocas discusiones—, una frivolización que puede de alguna manera asociarse a la democratización del acceso a la producción artística y literaria. Más acceso, menos mediaciones.
Nunca antes fue tan fácil acceder al gran patrimonio de la creación. Pero eso no significa que las vías sean más expeditas. Escoger en el maremágnum de las propuestas es una labor titánica. Y muchos, ante la lógica del consumo fácil y rápido, seleccionarán lo más ligero. Es una ecuación en la que intervienen también los procesos educativos, las políticas culturales y el sistema de la crítica.
Sin tremendismos: hay una guerra cultural. La avalancha de subproductos no es casual: obedece a un esquema hegemónico, con fuertes asideros comerciales. La llamada industria cultural es, primero, antes que todo, una industria. Más que el enriquecimiento espiritual importa el negocio.
La pretensión de hacer del arte un patrimonio compartido y no un privilegio de élites, pasa por la necesidad de promover las más auténticas jerarquías. Ahí está ahora mismo uno de los grandes imperativos de los medios de comunicación.

