Por estos días la calurosa ciudad de Sevilla, España, acogió un evento en el que participaron más de 15 mil delegados de 150 naciones, entre ellos unos 60 jefes de Estado y de Gobierno. Hablaron, como quien recapitula viejos contenidos, sobre multilateralismo, deuda soberana y contribuciones económicas.

Los asistentes a esta IV Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo se mostraron “preocupados” por la desigualdad crónica entre Norte y Sur: “Las consecuencias humanas del aumento de la carga de la deuda, la escalada de las tensiones comerciales y los fuertes recortes a la asistencia oficial para el desarrollo se han puesto de manifiesto esta semana”, reconoció la vice secretaria general de Naciones Unidas Amina Mohammed en su discurso de clausura.
El multilateralismo, por esencia, rechaza enfoques unilaterales o bilaterales para evaluar (o resolver) un conflicto. Busca fortalecer la cooperación internacional y la acción colectiva en temas como paz, seguridad, cambio climático, desarrollo sostenible y derechos humanos. Pero en su lugar se ha impuesto la estrategia de divide y vencerás. A la cabeza de esa tendencia marcha el gran ausente de Sevilla, el presidente Donald Trump. Y no anda solo.
Datos recientes ofrecidos por la ONU y el Banco Mundial refieren que aproximadamente 3 mil 400 millones de personas vive en países que destinan más dinero al pago de intereses de la deuda que a educación o salud.
Ninguna región escapa a los estragos de la mal llamada deuda soberana. Y digo mal porque compromete la capacidad de los Estados para actuar con autonomía. Entre los países afectados se encuentran Zambia, Ghana, Etiopía, Kenia, Mozambique, Sri Lanka, Pakistán, Argentina, Ecuador, El Salvador, Haití, Jamaica y Barbados.
Las causas del fenómeno suelen hallarse en las altas tasas de interés de los préstamos internacionales, en la tendencia a fijar el dólar como moneda de referencia, en la crisis múltiple (COVID-19, inflación global, conflictos armados) y en la participación de acreedores poco piadosos, ya sean fondos de inversión, bancos o prestamistas privados.
Las discusiones en torno a este tema en Sevilla fueron las más reñidas. Posiciones diametralmente opuestas indicaban de qué lado estaba el interlocutor: deudor o acreedor. La solución pasa por condonaciones (totales o parciales) y por el establecimiento de relaciones económicas más justas. Esas ideas no prevalecieron, pero sí el consenso de que esas deudas son impagables y moralmente incobrables.
En octubre de 1970 la Asamblea General de la ONU acordó destinar el 0,7 % de la renta nacional bruta a un fondo de ayuda oficial al desarrollo (AOD). Los países más avanzados se comprometieron a lograrlo antes de 1975. Cuarenta años después, la lista de los que incumplen da vergüenza.
En el 2019 el promedio de los donantes fue de solo 0,3 %. Paí- ses como Estados Unidos, Francia, Italia o la misma España han estado muy por debajo de lo que propusieron.
La paradoja es que mientras algunos de esos Gobiernos europeos postergan sus compromisos de AOD con la humanidad que colonizaron y siguen explotando, abren sus arcas a la Otan. En la cumbre recién realizada en La Haya, las 32 naciones aliadas aceptaron financiar la carrera armamentista de EE. UU. y destinar el 5 % de sus respectivos PIB a gastos militares. De más está decir que el principal proveedor será el imperio norteño.
Pensar en resolver la desigualdad mundial es imposible si los culpables de ella siguen a cargo.

