La Habana despierta con el sol filtrándose entre los balcones coloniales y el sonido lejano de los cascos de caballos sobre el adoquín. Los coches de caballos, esos taxis de otro tiempo, avanzan despacio por calles donde el pasado y el presente se mezclan sin prisa. Los cocheros saludan a vecinos conocidos mientras transportan mercancías, niños camino a la escuela o turistas curiosos que buscan saborear la ciudad desde otro ángulo.
En barrios como Centro Habana o Jesús María, la vida bulle en las puertas abiertas de las casas. El aroma del café recién colado se mezcla con el salitre del Malecón. En una esquina, un trovador rasguea su guitarra y canta décimas improvisadas, herederas de la tradición de Sindo Garay y los viejos soneros. A su alrededor, algunos se detienen a escuchar; otros siguen su camino, llevando el compás en los pasos.
Los mercados callejeros venden desde mangos recién cortados hasta piezas de repuesto para autos antiguos, los «almendrones», esos Chevrolet y Pontiac que sobreviven gracias al ingenio de sus dueños. En medio del ajetreo, un pregonero anuncia: ¡Pan con timba, pan con tortilla!, mientras las abuelas discuten los precios del plátano con una mezcla de humor y resignación.
Al caer la tarde, el Malecón se llena de parejas, pescadores y músicos callejeros. El mar rompe contra el muro, mojando a los distraídos, y el eco de una trompeta se pierde entre las olas. La Habana no duerme: en algún patio, una rueda de casino enciende la noche, y en un bar oscuro, alguien recita versos de Nicolás Guillén entre sorbos de ron.
Aquí, la cotidianidad es un baile entre la lucha y la alegría, entre lo que falta y lo que sobra, el alma de una ciudad que resiste, canta y sueña con cada amanecer.