Llevar el arte a las comunidades es una necesidad impostergable, una responsabilidad esencial del sistema institucional de la cultura en Cuba, que procura ampliar los espacios de socialización y disfrute estético más allá de los escenarios convencionales.
Pero ese traslado no debe implicar concesiones en cuanto a calidad: el arte que llega a los barrios, a los asentamientos rurales, a los centros laborales, debe defender los valores que sustentan la política cultural del país. Al mismo tiempo ha de atenderse a las características de cada lugar y de cada público, porque la genuina comunicación artística requiere sensibilidad, adaptación y respeto por los contextos específicos.
Esa apertura demanda, además del empeño de las instituciones, el compromiso activo de los creadores, quienes tienen en sus manos la posibilidad de transformar, emocionar y enriquecer espiritualmente a los ciudadanos allí donde viven.
No se trata solo de llevar funciones, conciertos o exposiciones, sino de establecer un diálogo que permita reconocer referentes y necesidades culturales particulares y estimular la participación. El arte, cuando se comparte en los espacios cotidianos, puede convertirse en puente entre experiencias individuales y memoria colectiva.
Por otra parte, promover la cultura en la comunidad no significa desconocer la importancia de las salas de concierto, los teatros y las galerías como espacios de consagración, investigación y experimentación artística.
Es preciso aprovechar también el caudal simbólico de cada territorio: tradiciones, historias locales, modos de hacer. Ahí reside un patrimonio vivo que puede nutrir los procesos creativos y enriquecer el intercambio cultural.
La clave está en tejer vínculos sólidos entre instituciones, artistas y comunidades, para que el arte sea un derecho plenamente ejercido y una presencia cotidiana que convoque y transforme.