Nacido en la ciudad de Santa Fe, Argentina, el 5 de abril de 1860, vino al mundo en un viejo caserón situado a ciento cincuenta metros de la Iglesia Matriz. Sus padres Carlos Aldao y Luisa Maciel le pusieron por nombre Carlos Agustín Aldao Maciel, fue bautizado el 19 de mayo por el prebístero José Luis Doldán. Carlos creció feliz, jugando en aquella llanura pampeana y bañándose en los arroyos y ríos que abrazaban la ciudad.
Particular cariño le tenía a una mulata llamaba Agustina Crespo que oficiaba de niñera. «Mamita Agustina», como la llamaba él y sus hermanos, cuidaba a los niños con ejemplar solicitud y solía entretenerlos con relatos de hechos pasados que encendía la imaginación de los pequeños. Compartía las tareas domésticas con la conservación de los objetos del culto pertenecientes a la familia. Carlos la recordaba en el patio de la Iglesia Matriz entregada a la limpieza de vinajeras, incensarios y campanillas, mientras él vagaba por el templo solitario o subía a la torre en compañía del campanero, un señor nombrado Antonio a quien la decían «Sorongo».
A los diez años de edad vivió la emoción de los vecinos y de sus padres al llegar el telégrafo a la ciudad. Sobre sus progenitores escribiría Carlos: «De mis padres diré solamente en homenaje a su memoria, que nunca les oí ni vi en ellos, ni aun en broma, nada que considerado con mi criterio de entonces o de hoy no estuviese ajustado a las reglas más estrictas de la verdad, la probidad y el honor». El niño acompañaba a Cecilio Tolosa encargado del alumbrado público, quien encendía las velas de baño, que entonces se usaban, ambos iban canturreando: «Empréstame tu cigarro/ Para encender el farol/ En la cara te conozco/ Que estás enfermo de amor».
Los primeros estudios los cursó en la única escuela primaria que había en la ciudad. De allí recordaba «una regla negra y cilíndrica para poder entrar la letra a golpes de palmeta». Ya en la secundaria matriculó en un colegio de los jesuitas en cuyas aulas permaneció desde 1870 hasta 1878. Luego la Universidad de Buenos Aires le abrió sus puertas y se graduó de abogado con una tesis sobre el divorcio.
Comenzó su trabajo como juez en la capital federal, en 1893 fue nombrado secretario de la Legación de Argentina en Washington; en octubre de ese mismo año se le designó para representar a su país en el litigio con Brasil sobre el territorio de Misiones. Este proceso estaba sometido a arbitraje por el presidente de los Estados Unidos, Grover Clevenland. La documentación del proceso, contenida en el volumen titulado Argentine Evidence, Aldao la confió a José Martí para su traducción. En la tarea, junto al Apóstol, colaboraron entre otros los cubanos Gonzalo de Quesada, Félix Fuentes, Lincoln de Zayas y Néstor Ponce de León.
Aldao recordaría años después: «Para revisar el trabajo de los traductores Martí, con puntualidad de cronómetro, venía diariamente a mi habitación del Hoffman House, Madison Square, y allí trabajamos hasta que advertimos que la mala calidad del gas, indispensable en las tardes del invierno neoyorquino, nos estaba envenenando, y me trasladé al hotel Waldorf, donde se continuó la tarea hasta rematarla». Del trabajo en común nació la amistad que se consolidó por los intereses comunes que ambos tenían.
Al terminar la labor de traducción el argentino preguntó al cubano sobre cuanto consideraba eran sus honorarios, Martí respondió que nada se le debía, que su intención había sido prestar un servicio a la República Argentina. Aldao insistió, proponiéndole cuatrocientos, ochocientos, mil dólares; ante la insistencia Martí aceptó cuatrocientos. El abogado diplomático le entregó ochocientos, según la versión del argentino: «Cuando se despedía, alzando el puño que encerraba el fajo de ochocientos dólares, dijo con la alegría de un niño, todo esto va al banco, para la revolución».
Aldao y Martí vivieron intensamente su estancia neoyorquina. El argentino elogió a Thomas Alva Edison, el norteamericano que creó el fonógrafo, como también lo hizo Martí. Todos quedaron maravillados ante aquel aparato, el primero con el que se lograba grabar el sonido y reproducirlo. Aldao dejó grabada su voz en un fonógrafo y escribió: «En un disco receptor dejé este autólogo: Gloria a Edison que con su genio a conseguido aprisionar la palabra. Su nombre vivirá en los tiempos para honor de su pueblo y de su raza».
De la amistad entre el cubano y el argentino dijo Aldao:
«El trato continuo durante meses estableció confianza y luego intimidad entre nosotros, de modo que él, caballeresca y bondadosamente, se convirtió en mi cicerone de la ciudad imperial. Íbamos juntos a los teatros, al Tenderloin Club, sitio sospechoso, donde no nos dejaron entrar porque cometí la torpeza de no responder afirmativamente al portero que me preguntó si yo era socio, único requisito de admisión; a los restaurantes, desde el Delmónico, los del barrio chino, en Mott Street, con sus extraños manjares, hasta el mexicano, famoso por sus tamales con chile, que por picantes producían la impresión de tener en la boca una brasa».
Martí correspondió a esa sincera amistad, estaba enfermo y en una carta que le envió escribe: «Mi amigo Aldao: Caí en cama, en día de quehacer angustioso, y en este instante viene la primera persona —tal vez ya muy tarde— que puede enviar un mensajero, para que no me espere hoy. Y mañana, como esté, salgo, a un viaje peligroso. Y no puedo irme sin verlo, —sin ver a mi compañero querido e inolvidable de trabajo. Nada más. Como esté iré mañana, robando a todo el tiempo, a almorzar con Ud. A las 10 estará allí su José Martí». Asimismo, le obsequió un ejemplar autografiado de la edición príncipe del poemario Ismaelillo.
Al terminar su labor diplomática en los Estado Unidos, Aldao fue a despedirse de Martí, no lo encontró, el Apóstol andaba por Filadelfia en su misión de unir a los cubanos en el exilio. El argentino le dejó una carta en la cual le decía que si la recibía a tiempo fuera a verlo al vapor que zarpaba de Hoboken, pues deseaba darle un fuerte abrazo «al único hombre cuya suerte envidiaba por haberse consagrado a la consecución del más grande de los ideales humanos, hacer una patria, pero que si no lo veía más, le agregaba, quizá contagiado por su entusiasmo, deseaba que muriera cuando Cuba fuera libre o él creyera que estaba liberada».
Aldao le profesó mucho aprecio a Martí, en una interesante descripción de su fisionomía lo describió «de pequeña estatura, y enjuto de carnes, su rostro ovalado, con ese tinte casi cetrino característico de los que nacen en países tropicales; su frente bombeada y ancha respondía a un notable desarrollo del cráneo simétrico sin ser grande, cabello castaño, fino y un tanto ensortijado; bigote caído no muy abundante y mosca debajo de la boca, de labios delgados guarnecida de dientes fuertes y separados. Lo más notable de su fisonomía eran sus ojos: pardos, límpidos, grandes, notablemente apartados entre sí que alejaban toda idea de falsedad o hipocresía, con reflejos simultáneos de bondad y fortaleza».
Además de sus actividades jurídicas y diplomáticas Aldao dejó publicadas varias traducciones, algunas obras de legislación, política e historia. En 1907 en su libro A través el mundo, publicado en Buenos Aires, escribió sobre Martí:
«El haber llevado por meses una vida de contacto casi a diario con él, trabajando juntos, el haber penetrado íntimamente en todas las delicadezas de aquella naturaleza selecta y de aquella alma fuerte, me mueve a escribir estas líneas como tributo a su memoria».
La amistad entre Aldao y Martí fue una joya preciosa que ambos cuidaron con esmero. El argentino falleció en Buenos Aires a los 71 años, el 17 de abril de 1932; sus restos, como era su deseo, descansan en la necrópolis de la ciudad bonaerense.