Ser boxeador es no poder escapar de un destino escrito. Es alojarse en la ley del sufrimiento y de la angustia. De no haber olvidado la cuenta de las derrotas a través de las cuales se adoquinó el camino. De estar dispuesto a todo. Boxear es habitar un mundo hecho para pocos. El pugilista es un peculiar soldado, un ser imperfecto, ambicioso e increíblemente sensible, también un elegido…
Lázaro Álvarez suspira y con sus palabras asciende por una escalera de vivencias que huelen a sacrificio. Le pregunto sobre algo que parece sorprenderle. Los ojos, esas luces enigmáticas que mucho hablan y regalan, se le prenden con sed.
“El mayor misterio del boxeo, pienso que es ahhh —y resopla mientras cruza sus brazos sobre el pecho—, el compromiso y el deseo de ser grande. Mi atracción viene desde muy niño cuando tenía nueve o 10 años. Boxear inculca responsabilidad y dedicación.
“Sabes —dice y mueve la cabeza con decisión— para entender debes estar en el ring, ver la magia, los secretos para después tener las respuestas. Son cosas que solo el que las vive puede hablar de eso. Es estar años entrenando, pasando por diferentes cosas, estudiando y sacrificándote para lograr ser campeón”.
Hace una pausa. Se frota las palmas de las manos como si fueran lijas y palmeándose los hombros continúa. “El boxeo tiene una psicología especial. Son distintos estados en los que debe haber un equilibrio. Estar muy ansioso o eufórico no es bueno. Tienes que ser flemático para poder cumplir en el cuadrilátero lo que estudiaste en el entrenamiento. Mi tesis de Licenciatura en Cultura Física fue acerca de un tema de psicología ligada alboxeo”, dicta a la vez que reposa la barbilla sobre sus puños.
Descansa una pierna sobre la rodilla. Respira fuerte como quitándose un peso de encima y se reacomoda en el amplio mueble que gobierna parte de la sala de su casa.
¿Cómo enfrentas el miedo, el temor, la duda antes de una pelea?, le pregunto sin dejar de observar su comportamiento.
“No vamos a llamarlo miedo —apunta y se da pequeños puñetazos en los muslos—, trabajo la concentración. Si antes de pelear estás pensando que vas a perder, que si el tipo es fuerte, estás desvirtuando algo de lo que has entrenado. Son cosas psicológicas y aspectos que si tú no los dominas es fatal. Es así también en las esferas de la vida…”.
Todos llevamos a cuestas unos cuantos dolores de los que no presumimos, pero evocamos sin reparos. La decepción puede tener un individualismo feroz.
“Sí, ha pasado varias veces a lo largo de mi carrera y llego a una conclusión —registra como si masticara para buscarle el sabor más profundo—. Sufro el momento. Descanso un poquito y me enfoco en lo que viene, con la autoestima, el coraje y mi moral en alto para sobreponerme y hacerlo mejor. Ahí es donde está la magnitud de un deportista y de cualquier persona, porque para ser grande hay que pasar por eso”, sentencia y la mandíbula parece arderle de apretar los dientes.
“Mira, hay una derrota que tuve cuando era más joven y me marcó mucho —reconoce con la sinceridad hinchada como velas— fue en el Mundial Juvenil. Era favorito a la medalla de oro y perdí en la primera pelea con un ruso que sabía podía ganarle. Fue impactante, me dio fiebre, no quería ni comer. Cuando regresé me sobrepuse poco a poco. Mi familia me animó; seguí adelante y llegaron los tres títulos mundiales y las medallas olímpicas”.
¿Cuál fue la pelea más memorable para ti, para bien o para mal, en los Juegos Olímpicos y por qué?, le pregunto por impulso buscando exhumar una realidad, quizás triste, ¿incluso cruel?
“En Londres 2012—responde como si acabara de respirar esa vivencia—. Perdí con el irlandés John Joe Nevi. Salió con un boxeo extraño. Me enredó y ganó bien. No fue por los jueces. Al final terminé con tres medallas de bronce olímpicas, algo que pocos pueden hacer.
“Soy mi principal rival —dispara como intuyendo la interrogante—. Nunca subestimo a ningún contrincante. Sé que algunos tienen más cualidades que otros y diferentes maneras de boxear. Me preparo bien para ganarle a todos…”.
Lázaro Álvarez parece profesar a conciencia su fe. El altar yoruba que corona una esquina de la sala resalta. Durante la conversación él no ha dejado de observarlo como si encontrara una infinita complicidad. No se lo he comentado, aunque estimo que la religión debe ser búsqueda y también reto. Un gigantesco campo en el que la tolerancia y el bien se conjuren para fundar algo mejor.
“Mi creencia religiosa influye bastante. Los cubanos somos religiosos. Creí desde niño. Por la familia y otras cosas. Soy oluwo, babalawo y olofista. Eso me exige principios de ser buen hijo, padre y amigo, sin olvidar ayudar a la humanidad. Rige mi forma y comportamiento. Le debo mucho a la religión. Me educa y ayuda. No es para quedar bien, nadie es perfecto. Me esfuerzo para ser mejor con mi conducta y actitud”, confirma y el eco de sus palabras se queda rondando alrededor con una provisión inagotable de fe.
“Tengo rituales antes de combatir. Están vinculados con mi religión. Pido y acompaño a mis deidades. Incluso antes de empezar el día. Todos tenemos sueños. Quiero estar entre los grandes de la historia y que la gente me recuerde. Servir de ejemplo a mi sociedad”, manifiesta lleno de optimismo.
“Controlo el ego, aunque tampoco lo dejo abajo. Lo equilibro —afirma subiendo el tono y libre de ataduras—. Lo que uno logra con mucho empeño está ahí. No es creerte cosas ni ser egoísta. Debes comportarte y actuar como eres. Quererte a ti mismo. Opiniones diferentes habrá, mas si respetas y no hieres a nadie no tendrás problemas.
“Mi mayor sacrificio ha sido el boxeo por lo que exige física y mentalmente. Estar lejos de la familia, de tu país es difícil, pero tengo objetivos.
“¿Valores que me ha inculcado este deporte? Voluntad, respeto, obediencia —atestigua arrugando la nariz y extendiendo las manos abiertas con las palmas hacia arriba—. Reconozco que soy poco comunicativo —certifica con un gesto que revela una franqueza afilada y transparente—. No me relaciono tanto. Eso no quiere decir que sea por algo malo. Para hablar de uno hay que conocerlo. He estudiado y converso bastante, trato de mostrarme exacto. No actúo para resultar simpático. Soy así, pero capaz de saludar y conversar de la mejor manera. Incapaz de creerme superior. Aclaro que nunca he tenido problemas con la prensa ni con otras personas. Respeto para que hagan lo mismo. Incluso muchos me llaman Lazarito de cariño. Saben que soy un hombre de bien…”.
Retuerce los dedos de las manos entrelazadas. El rostro se le relaja en una sonrisa torcida que resulta amable. Abre los brazos y dejándolos caer a los costados como árboles talados prosigue.
“Una de las lecciones que me ha dejado el boxeo es la conducta. Es un deporte de combate que te ennoblece. Valores y principios da. Te hace comportarte ante la sociedad. Inculca cosas buenas para tu proceder.
“Quiero que mi legado sea el mejor. Que los niños vean lo que logré con sacrificio y disciplina. Soy de San Juan y Martínez, Pinar del Río. De origen muy humilde. He triunfado, estudié y me hice universitario. Tengo el cariño del pueblo y el amor de mi familia y amigos. Sinceramente soy un buen ejemplo de superación al igual que todos los cubanos…”.
Lázaro Álvarez y su boxeo son un reflejo de su biografía: pelear, caer, levantarse, sobrevivir, ganar y trascender, trazan una lección que vale tanto para el deporte como para la vida: no siempre tiene más posibilidades de triunfar quien más arriesga, sino quien más está dispuesto a resistir.