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Lázaro Álvarez: El boxeo como odisea

Ser boxeador es no poder escapar de un destino escri­to. Es alojarse en la ley del sufrimiento y de la angustia. De no haber olvi­dado la cuenta de las derro­tas a través de las cuales se adoquinó el camino. De es­tar dispuesto a todo. Boxear es habitar un mundo hecho para pocos. El pugilista es un peculiar soldado, un ser imperfecto, ambicioso e in­creíblemente sensible, tam­bién un elegido…

Foto: Daniel Martínez

Lázaro Álvarez suspi­ra y con sus palabras as­ciende por una escalera de vivencias que huelen a sacrificio. Le pregunto so­bre algo que parece sor­prenderle. Los ojos, esas luces enigmáticas que mu­cho hablan y regalan, se le prenden con sed.

“El mayor misterio del boxeo, pienso que es ahhh —y resopla mientras cru­za sus brazos sobre el pe­cho—, el compromiso y el deseo de ser grande. Mi atracción viene desde muy niño cuando tenía nueve o 10 años. Boxear inculca responsabilidad y dedica­ción.

“Sabes —dice y mueve la cabeza con decisión— para entender debes estar en el ring, ver la magia, los secretos para después tener las respuestas. Son cosas que solo el que las vive puede hablar de eso. Es estar años entrenan­do, pasando por diferentes cosas, estudiando y sacri­ficándote para lograr ser campeón”.

Hace una pausa. Se frota las palmas de las manos como si fueran lijas y palmeándose los hom­bros continúa. “El boxeo tiene una psicología espe­cial. Son distintos estados en los que debe haber un equilibrio. Estar muy an­sioso o eufórico no es bue­no. Tienes que ser flemá­tico para poder cumplir en el cuadrilátero lo que estudiaste en el entrena­miento. Mi tesis de Licen­ciatura en Cultura Físi­ca fue acerca de un tema de psicología ligada alboxeo”, dicta a la vez que reposa la barbilla sobre sus puños.

Descansa una pierna sobre la rodilla. Respira fuerte como quitándose un peso de encima y se reaco­moda en el amplio mueble que gobierna parte de la sala de su casa.

¿Cómo enfrentas el miedo, el temor, la duda antes de una pelea?, le pre­gunto sin dejar de obser­var su comportamiento.

“No vamos a llamar­lo miedo —apunta y se da pequeños puñetazos en los muslos—, trabajo la con­centración. Si antes de pe­lear estás pensando que vas a perder, que si el tipo es fuerte, estás desvir­tuando algo de lo que has entrenado. Son cosas psi­cológicas y aspectos que si tú no los dominas es fatal. Es así también en las esfe­ras de la vida…”.

Todos llevamos a cues­tas unos cuantos dolores de los que no presumimos, pero evocamos sin repa­ros. La decepción puede tener un individualismo feroz.

“Sí, ha pasado varias veces a lo largo de mi ca­rrera y llego a una con­clusión —registra como si masticara para buscarle el sabor más profundo—. Sufro el momento. Des­canso un poquito y me en­foco en lo que viene, con la autoestima, el coraje y mi moral en alto para sobre­ponerme y hacerlo mejor. Ahí es donde está la mag­nitud de un deportista y de cualquier persona, porque para ser grande hay que pasar por eso”, sentencia y la mandíbula parece ar­derle de apretar los dien­tes.

“Mira, hay una derrota que tuve cuando era más joven y me marcó mucho —reconoce con la sinceri­dad hinchada como velas— fue en el Mundial Juvenil. Era favorito a la medalla de oro y perdí en la prime­ra pelea con un ruso que sabía podía ganarle. Fue impactante, me dio fiebre, no quería ni comer. Cuan­do regresé me sobrepuse poco a poco. Mi familia me animó; seguí adelante y llegaron los tres títulos mundiales y las medallas olímpicas”.

¿Cuál fue la pelea más memorable para ti, para bien o para mal, en los Juegos Olímpicos y por qué?, le pregunto por im­pulso buscando exhumar una realidad, quizás triste, ¿incluso cruel?

“En Londres 2012—responde como si acaba­ra de respirar esa viven­cia—. Perdí con el irlandés John Joe Nevi. Salió con un boxeo extraño. Me en­redó y ganó bien. No fue por los jueces. Al final ter­miné con tres medallas de bronce olímpicas, algo que pocos pueden hacer.

“Soy mi principal rival —dispara como intuyendo la interrogante—. Nunca subestimo a ningún con­trincante. Sé que algunos tienen más cualidades que otros y diferentes mane­ras de boxear. Me prepa­ro bien para ganarle a to­dos…”.

Lázaro Álvarez pare­ce profesar a conciencia su fe. El altar yoruba que corona una esquina de la sala resalta. Durante la conversación él no ha de­jado de observarlo como si encontrara una infinita complicidad. No se lo he comentado, aunque esti­mo que la religión debe ser búsqueda y también reto. Un gigantesco campo en el que la tolerancia y el bien se conjuren para fundar algo mejor.

“Mi creencia religiosa influye bastante. Los cuba­nos somos religiosos. Creí desde niño. Por la familia y otras cosas. Soy oluwo, babalawo y olofista. Eso me exige principios de ser buen hijo, padre y amigo, sin olvidar ayudar a la hu­manidad. Rige mi forma y comportamiento. Le debo mucho a la religión. Me educa y ayuda. No es para quedar bien, nadie es per­fecto. Me esfuerzo para ser mejor con mi conducta y actitud”, confirma y el eco de sus palabras se queda rondando alrededor con una provisión inagotable de fe.

“Tengo rituales antes de combatir. Están vincu­lados con mi religión. Pido y acompaño a mis deida­des. Incluso antes de empe­zar el día. Todos tenemos sueños. Quiero estar entre los grandes de la historia y que la gente me recuerde. Servir de ejemplo a mi so­ciedad”, manifiesta lleno de optimismo.

“Controlo el ego, aun­que tampoco lo dejo aba­jo. Lo equilibro —afirma subiendo el tono y libre de ataduras—. Lo que uno lo­gra con mucho empeño está ahí. No es creerte cosas ni ser egoísta. Debes compor­tarte y actuar como eres. Quererte a ti mismo. Opi­niones diferentes habrá, mas si respetas y no hieres a nadie no tendrás proble­mas.

“Mi mayor sacrificio ha sido el boxeo por lo que exige física y mentalmente. Estar lejos de la familia, de tu país es difícil, pero ten­go objetivos.

“¿Valores que me ha in­culcado este deporte? Vo­luntad, respeto, obedien­cia —atestigua arrugando la nariz y extendiendo las manos abiertas con las pal­mas hacia arriba—. Re­conozco que soy poco co­municativo —certifica con un gesto que revela una franqueza afilada y trans­parente—. No me relaciono tanto. Eso no quiere decir que sea por algo malo. Para hablar de uno hay que co­nocerlo. He estudiado y converso bastante, trato de mostrarme exacto. No ac­túo para resultar simpáti­co. Soy así, pero capaz de saludar y conversar de la mejor manera. Incapaz de creerme superior. Aclaro que nunca he tenido pro­blemas con la prensa ni con otras personas. Res­peto para que hagan lo mismo. Incluso muchos me llaman Lazarito de cariño. Saben que soy un hombre de bien…”.

Retuerce los dedos de las manos entrelazadas. El rostro se le relaja en una sonrisa torcida que resulta amable. Abre los brazos y dejándolos caer a los cos­tados como árboles talados prosigue.

“Una de las lecciones que me ha dejado el boxeo es la conducta. Es un de­porte de combate que te ennoblece. Valores y prin­cipios da. Te hace compor­tarte ante la sociedad. In­culca cosas buenas para tu proceder.

“Quiero que mi legado sea el mejor. Que los niños vean lo que logré con sa­crificio y disciplina. Soy de San Juan y Martínez, Pinar del Río. De origen muy hu­milde. He triunfado, estu­dié y me hice universitario. Tengo el cariño del pueblo y el amor de mi familia y amigos. Sinceramente soy un buen ejemplo de supera­ción al igual que todos los cubanos…”.

Lázaro Álvarez y su boxeo son un reflejo de su biografía: pelear, caer, le­vantarse, sobrevivir, ganar y trascender, trazan una lección que vale tanto para el deporte como para la vida: no siempre tiene más posibilidades de triunfar quien más arriesga, sino quien más está dispuesto a resistir.

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