Siempre andan vestidos con batas blancas, su bondad y esa fe ciega en que todo paciente puede tener una cura si se previene a tiempo la enfermedad, si se cumplen los protocolos sanitarios, si se asume la salud humana como derecho y no mercancía.
Son admirables desde el diagnóstico certero, el sacrificio de las guardias nocturnas, la inteligencia en la operación más compleja o la dedicación a superarse para que nada los sorprenda en el consultorio, policlínico u hospital. Han sido definidos de muchas maneras, pero una palabra puede resumirlos dentro de nuestra sociedad: símbolos.
Los médicos cubanos y todos los trabajadores del sector de la salud están entre los pelotones más abnegados de la patria. Desafían el contagio, vencen los dolores y ofrecen esperanzas y vidas a quienes nunca tendrán cómo agradecerles. Así ha ocurrido no solo entre nosotros, sino en muchos países de América, África, Asia y Europa, adonde han llegado sin reflectores de prensa y regresan cargados de vivencias, nombres multiplicados y miles de vidas salvadas.
El país vive hoy una situación epidemiológica complicada y la escasez de medicamentos e insumos entorpece, retrasa y hasta molesta para dar un servicio gratuito y de excelencia, como siempre tuvimos desde 1959, cuando la Revolución lo acercó hasta el lugar más intrincado, incluso con la posibilidad de estudiar Medicina.
Sin embargo, el valor más grande de nuestros galenos, como el de Carlos Juan Finlay, descubridor del agente transmisor de la fiebre amarilla, nacido el 3 de diciembre de 1833, es iluminar con su atención y conocimientos la vida de una sociedad que seguirá respirando por su entrega sin límites.
El Día del Trabajador de la Salud y de la Medicina Latinoamericana se emparentan con ese latido más fuerte del corazón una vez que se le ayuda con un marcapasos.
Siempre andan vestidos con batas blancas. Y siempre habrá una reverencia para ellos.
