Ha muerto el guerrillero del Congo, ¿qué digo yo que ha muerto?, los hombres como él no mueren.
La noticia llega seca a Santa Clara, donde duermen los huesos del Che, el aire se puso espeso, cargado de un silencio que sólo rompe el susurro de la historia.
Luis Monteagudo, el viejo soldado, el de la piel curtida como cuero viejo y los ojos que han visto tanto, ha muerto.
Son de esas noticias que fue de esas que, como él mismo decía, “no te dejan ni pensar”.
Los hombres como él no mueren, no mueren porque son semilla. Luis aprendió en los calores africanos del Congo, en 1965, cuando junto a más de cien cubanos siguió la quimera del Che de llevar la libertad a otro continente.
Fue una “historia de un fracaso”, escribió el argentino en su diario. Pero en el diccionario de los verdaderos revolucionarios, ‘fracaso’ es sólo una palabra que usan los que no entienden.
Para ellos, es un escalón, un aprendizaje, un fuego que, aunque apagado, deja brasas listas para el próximo incendio.
Él, negro como la noche congoleña, como casi todos los que cruzaron el océano en esa misión secreta, entendió entonces que la lucha no tiene fronteras.
Que la patria es donde un hombre oprime a otro y que los ideales, cuando son puros, son como el agua: buscan su cauce, aunque tengan que filtrarse bajo la tierra por años.
Al regresar, Luis no colgó el fusil, cambió de trinchera, en campos especiales de Cuba, su mano firme enseñó a otros el peso de un arma, la geometría de la mira, la ética del disparo.
Sus alumnos, futuros guerrilleros de América y África, no aprendían a matar; aprendían a liberar. Eran el relevo, el destacamento de refuerzo que asegura que la cadena no se rompe.
Porque la revolución no es un hombre, ni una batalla, ni siquiera una victoria. Es una cadena de espíritus que se pasan la antorcha en la oscuridad, y Luis, como eslabón fundamental, vio partir a sus estudiantes hacia sus propias guerras, sabiendo que algunos no volverían, pero que su causa sí lo haría, multiplicada.
Son los que, si deshecha en menudos pedazos, llega a ser mi bandera algún día, ellos, nuestros muertos, la sabrán defender todavía.
Los hombres como Luis Monteagudo, el guerrillero del Congo, cuya partida hoy lamentamos, no se han ido. Están en la tierra que defendieron, en el aire que respiraron los libres, en el silencio elocuente de Santa Clara.
Son la conciencia permanente, son los muertos que, desde su eternidad, se levantarán para enarbolar la bandera y defenderla todavía.
Luis, el soldado poeta, el que cuenta épicas en décimas campesinas, no pudo rimarle a Fidel. Quizás porque algunas historias son tan grandes que el verso se queda corto.
O quizás porque sabe que, para los hombres que son parte del Destacamento de Refuerzo, no hay adiós, ni punto final.
Sólo un «¡Hasta la victoria, siempre!» que retumba más allá de la muerte.
Ha muerto el guerrillero del Congo, ¿qué digo yo que ha muerto?,
! los héroes no mueren!
Hasta la Victoria siempre, vas a unirte con Guevara tu eterno Jefe Guerrillero