El coctel de la vida

El coctel de la vida

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Dicen que la vida es un coctel de azares y empeños; Sergio Serrano Rivero, “Chino”, encontró en la barra la receta que lo llevó de aprendiz disciplinado a convertirse en leyenda mundial. Su secreto no está en la botella, sino en la pasión con que defiende su oficio. Fue suficiente una mirada curiosa para descubrirlo detrás de la barra, convertido en leyenda.

 

Sergio Serrano Rivero, ‘Chino’, muestra orgulloso el coctel ‘Adán y Eva’, la mezcla que lo consagró campeón mundial en 2003. Foto: Jorge Luis Sánchez Rivera

 

No cualquiera puede decir que un día mezcló ron, refresco y sueños hasta convertirse en el único cubano y latinoamericano que ganó el campeonato mundial de coctelería en Sevilla, el 22 de octubre de 2003, con un trago bautizado nada menos que “Adán y Eva”.

Un nombre curioso para una bebida, dirían algunos, pero ese coctel no es solo una mezcla de sabores, fue un guiño atrevido: el amor, la familia, los amigos, todo servido en una copa que lo consagró como leyenda. Desde entonces, Sergio —el Chino— no se conforma con repetir la hazaña, y cada día trasmite a sus muchachos que la verdadera magia no está en el shaker, sino en la sonrisa que acompaña al saludo del cliente.

 

Un sorbo de catación

En 1992 comienza la mezcla. Sergio inicia en la gastronomía popular y descubre que cada mesa es un ensayo y cada barra, un escenario. Graduado en la escuela Sergio Pérez de todo cuanto podía: capitán, maitre, cajero y cantinero. Sus maestros -Carbajo, Janeiro y Sosa- le enseñaron que un cantinero no solo sirve tragos, también sirve carácter. Esa fue la primera capa de su receta: disciplina con un chorro de respeto.

Toda una vida de esfuerzos en los que acumuló logros: el Capri le dio elegancia, el Café del Oriente le regaló una década de experiencias, y el Habana Libre lo convirtió en jefe de bares desde 2010. Cada sitio fue un vaso distinto, cada etapa un sabor nuevo. Él lo resume con ironía: “La barra no es un mostrador, es un confesionario, un teatro y, a veces, un campo de batalla contra el aburrimiento”, detalló.

Hong Kong aportó técnica, Brasil ritmo y el campeonato panamericano sabor a victoria. Pero el verdadero golpe llegó en Sevilla (2003), con su coctel “Adán y Eva” —vermouth blanco, licor de manzana, Havana Club 7 años, amargo y unas gotas de angostura—, que lo convirtió en campeón del mundo. Desde entonces, ningún otro latinoamericano lo ha repetido.

Y como si fuera poco, también tiene el récord del Cuba Libre más grande del mundo y de la versión gigante de su propio Adán y Eva. Copas que podrían emborrachar a un barrio entero, servidas con la misma modestia con que él insiste en que “no le gusta hablar de sí mismo”.

El toque secreto

Su orgullo no está en las medallas, está en los jóvenes que lo rodean y a los que que guía cada día. Les muestra que un “buenas noches” puede ser más efectivo que un ron añejo, porque el cliente no viene solo a beber, viene a sentirse bien. Ese es el toque secreto de su receta: hospitalidad servida con hielo y humildad.

A sus 59 años, repite su mantra: “A mí hay que matarme o botarme, porque esto yo lo amo”. Sus padres, aún vivos con 84 años, y dos de sus hijos que siguieron el camino de la cantina, completan la mezcla familiar. Pero también hay un ingrediente amargo: 47 años sin que América conquiste otro campeonato mundial y 22 desde que él lo logró. Falta apoyo, organización y creer que detrás de la barra también se defiende la cultura nacional.

El coctel de su vida se sirve con orgullo y modestia. Su “Adán y Eva” no es solo una mezcla de sabores es un manifiesto de amor y cubanía. Y mientras otros piensan en jubilación, él sigue detrás de la barra sirviendo historia con hielo y demostrando que la pasión, cuando se agita con disciplina y ternura, convierte a un cantinero en leyenda.

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