Justicia contra la impunidad

Justicia contra la impunidad

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El 6 de octubre de 1976 quedó marcado como una de las jornadas más tristes de la Revolución. Ese día, un avión de Cubana de Aviación estalló en pleno vuelo frente a las costas de Barbados. No hubo sobrevivientes. Entre las 73 víctimas, atletas del equipo nacional de esgrima, trabajadores, estudian­tes, ciudadanos de distintos países… Ninguno podía imaginar que el viaje terminaría en tragedia, solo aquellos que la planificaron con total frialdad.

Duelo de despedida a las víctimas del atentado al avión de Barbados. Foto: Tomás Barceló

El atentado no fue un hecho ais­lado: resultó un acto terrorista ejecu­tado por extremistas vinculados a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y a la contrarrevolución asentada en Miami. El 6 de octubre es recordado en Cuba como el Día de las Víctimas del Terrorismo de Estado, una fecha de duelo y también de memoria activa frente a la impunidad.

Décadas después, documentos desclasificados por la propia CIA, han confirmado que Washington conocía de antemano los planes de sabota­je y no hizo nada por impedirlos. Al contrario, brindó protección política y judicial a los responsables. El caso de Luis Posada Carriles es quizá el más emblemático: pese a su respon­sabilidad directa en la concepción del crimen, vivió sus últimos años en li­bertad en territorio estadounidense, amparado por un silencio cómplice.

El Derecho Internacional ha es­pecificado el terrorismo como la uti­lización sistemática de la violencia contra civiles con fines políticos, ideo­lógicos o religiosos. Sin embargo, esa definición universal contrasta con una práctica desigual: en tanto al­gunos actos son condenados con toda la fuerza mediática y judicial, otros—según los intereses de las potencias dominantes— se ocultan, se justifican o se borran de la memoria oficial.

Ejemplos sobran. Desde las dic­taduras militares en América La­tina, donde miles de desaparecidos nunca encontraron justicia, hasta los bombardeos en Medio Oriente que arrasaron poblaciones enteras sin que nadie respondiera por los crímenes. La impunidad es la más­cara que con frecuencia lleva pues­ta el terrorismo cuando se viste de geopolítica.

Las víctimas no se cuentan solo en números. Cada acto de violencia deja cicatrices visibles en las fa­milias, en las comunidades, en las generaciones futuras. El terror no termina con la explosión, ni con el disparo: se prolonga en la angustia, en la pérdida irreparable, en la sen­sación de vulnerabilidad que ero­siona la vida cotidiana.

Esa misma herida es la que hoy atraviesa al pueblo palestino, some­tido a un genocidio que se comete ante los ojos del mundo. Bombar­deos indiscriminados, asedio a hos­pitales, destrucción de hogares y escuelas, miles de muertes civiles—en su mayoría mujeres y niños— son parte de una realidad devasta­dora que, de nuevo, cuenta con la complicidad de Estados Unidos y las principales potencias europeas. La retórica de la “seguridad” se utiliza como coartada, del mismo modo que antes se utilizó la excusa de la “lu­cha anticomunista”.

El terrorismo de Estado, disfra­zado de estrategia militar, muestra su esencia: el desprecio absoluto por la vida humana cuando esta se in­terpone a determinados intereses de poder. Y mientras el dolor palestino se acumula en cementerios improvi­sados, la comunidad internacional se debate entre la hipocresía de los gobernantes y la indignación de los pueblos solidarios que improvisan flotillas humanitarias por el Medi­terráneo cargadas de esperanza.

El recuerdo del crimen de Bar­bados no es, entonces, un capítulo del pasado, es una advertencia viva. Nos recuerda que la violencia pla­nificada desde el poder, cuando no es juzgada, se repite con nuevos ros­tros y nuevas víctimas.

Queda, finalmente, una re­flexión inquietante: ¿qué rasgos de la naturaleza humana permiten concebir y ejecutar planes terroris­tas con tal frialdad? Quizás la res­puesta esté en la combinación de ambición, fanatismo e indiferencia ante el sufrimiento ajeno. También en la capacidad de algunos para deshumanizar al otro, convirtién­dolo en un simple obstáculo a elimi­nar.

Frente a esa lógica perversa, la memoria, la justicia y la solidaridad son formas de resistencia. Recordar el 6 de octubre de 1976 es honrar a quienes murieron e impedir que la historia se repita.

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