Que un obrero de la gastronomía, a punto de jubilación tras larga y notable ruta laboral, haya devenido poeta con lauros por su obra, aunque infrecuente no causa asombro en estos tiempos, máxime si se trata de un contexto cultural como el de Cuba, de incesante y masiva promoción de hornada tras hornada de creadores de las artes y la literatura.
Nacido en 1948 tierra adentro en el poblado de Venegas, municipio de Yaguajay, en la provincia cubana de Sancti Spíritus, José Ramón Rodríguez Espinosa forjó su identidad compartiendo los surcos con las canturías señoreadas por el afán de saber y de decir en décimas improvisadas, más allá del analfabetismo reinante hasta el Enero luminoso de 1959.
En consecuencia, tampoco fue cosa de asombro (muchos años después de su definitiva radicación en La Habana) su acercamiento, tímido y respetuoso pero decidido, a la entonces sede del Grupo Ala Décima, la Peña de Luis y Péglez, en la biblioteca Tina Modotti, de Alamar, La Habana del Este.
Desde que hizo allí (2016) la primera lectura de sus décimas, supimos que estábamos en presencia de un poeta con el octosílabo prendido —y prendado— en el oído. Y se lo dijimos, junto a la advertencia de rigor sobre el necesario afán de aprendizaje.
De entonces a acá, hay una devota incorporación suya al movimiento de los talleres literarios en los municipios de La Habana del Este y Regla, con saldos crecientes evidenciados en los reconocimientos merecidos en los tradicionales Encuentros-Debates de esos territorios y de la provincia.
Pero hay también, a esta altura del cuento, una cierta estatura que rebasa, y no en poca magnitud, la media cualitativa de lo que cabe esperar dentro del referido movimiento literario, de tanta enjundia como punto de partida. Así lo atestiguan sus premios colaterales en el concurso nacional Ala Décima y galardones en otros certámenes como Farraluque, Ciudad Poesía, Eloísa Álvarez Guedes y Gustavo Torroella.
Ahora bien, que ese obrero de la gastronomía —con larga y notable ruta laboral marcada por el afán de dispensar placer a los demás culinaria mediante— nos brinde ahora una muestra de sus textos trazados hacia otros apetitos, los regidos por Eros, causa, si no asombro, al menos una deleitosa y agradable admiración.
De la devoción por el placer de la mesa a la devoción por el placer de la cama, con permiso del enorme Lezama y su cena fabulosa.
“Amor, préstame tu piel” (Editorial Flor de mariposa, 2025, Estados Unidos) es su primer libro y no es una obra cúspide, ni el autor lo cree ni pretende. Puede decirse incluso que es un saldo perfectible. Toda obra lo es. Parafraseo al grande Enrique Núñez Rodríguez: alguien podrá decir que no es esta una pieza perfectamente literaria. Qué bien. Es una obra humana.
Este libro es para José Ramón Rodríguez un punto de partida. Solo eso. Solo un —otro— punto de partida. El autor lo sabe, y también agradece, y anda ya en otros empeños. ¿Un emprendimiento arriesgado tal vez? Puede ser. ¿Pero no nos dejó dicho Mallarmé hace tiempo que “todo pensamiento lanza un golpe de dados”?
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