Este lunes comienza la XVII edición del Festival Timbalaye, que desde hace años se ha convertido en un espacio vital para la socialización y la vigencia de la rumba. Este encuentro no solo exhibe la riqueza de la manifestación en sus diferentes vertientes, sino que también promueve el intercambio entre rumberos de distintas generaciones, regiones y estilos. Es una plataforma que impulsa la formación de públicos y la transmisión de saberes, y que contribuye a situar la rumba en el lugar que merece dentro de la cultura nacional e internacional.
Aunque en determinados momentos algunos asociaron la rumba con la marginalidad, lo cierto es que siempre fue voz de resistencia de los sectores populares: una manera de estilizar rutinas diarias y sublimar tensiones sociales. La percusión, el canto y el baile fueron y siguen siendo espacios de distensión, afirmación y creatividad. En ese sentido, la rumba ha sido refugio y, a la vez, expresión de dignidad para comunidades que encontraron en ella un lenguaje propio.
Su enorme valor cultural y antropológico ha merecido reconocimientos trascendentes, entre ellos la declaración de la Unesco como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Este hecho confirma que la rumba no es solo una manifestación artística local, sino un aporte de alcance universal, capaz de dialogar con otras culturas y mostrar la singularidad de la isla.
Hoy resulta imposible comprender el sistema simbólico ni el entramado formal de la cultura cubana sin atender a la rumba, que sigue viva, vital y en constante reinvención. El Festival Timbalaye contribuye decisivamente a que esta tradición no solo se conserve, sino que evolucione y se proyecte hacia el futuro, reafirmándose como una de las expresiones más auténticas del espíritu nacional. En cada edición se renueva la certeza de que la rumba es memoria, es presente y es también una promesa para las generaciones venideras.