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Trazos de un desgarro

Quisiera que estas letras fueran privadas, casi íntimas. Sin embargo, algunos dolores son tan profundos que es imposible que permanezcan bajo la tierra del silencio. Hoy por duro que resulte la desidia, la apatía, el descreimiento y la frustración se abrazan con fuerza vital. Construyen inmensas y casi inexpugnables murallas. Son uno de los tantos e infelices rostros que tiene nuestro día a día.

 

Vivimos un descenso a cierta locura. Los caminos del desencanto son tan amplios y peligrosos como espadas que matan.

Todavía alguien traza historias de optimismo y exhibe páginas de luces. Duele tragarse las furias y criterios que destilan los que mordemos la calle. Muchos con cierta razón dicen que vivimos tiempos feroces. Una de esas bestias hambrientas es el sacrificio que nos devora la cotidianidad con mordiscos que desangran ánimos, deseos y sueños. Quizás mucho más.

Llegar a cierta madurez física y espiritual tiene sus ventajas e inconvenientes. En lo personal me ha obligado a mirar de frente y tratar de digerir lo que normalmente otros barren bajo la alfombra.

¿Qué nos hace seguir adelante cuando todo —incluidos nuestros propios cuerpos— nos grita que paremos? Me pregunto casi todos los días.

Un abismo en forma de herida me inunda. Me cierro como un libro con una tremenda resaca moral. Como si tuviera algo de sangre en las manos. Como si me traicionara como ser humano.

Hoy la vida está repleta de cadáveres y no solamente de los que descansan bajo tierra. Hablo de esos que apenas caminan y respiran sobre sus tristes historias, cuyas mejores esencias se perdieron hasta el punto de ser irrecuperables. Nos urge como personas, no como gente, avivar una bendita luz que guíe nuestros pasos. Que ilumine y despierte la mejor humanidad. Dinamitar algunos miedos. Arropar al pobre, al diferente, al que espera a la puerta de nuestra casa para recibir el mejor cobijo. Incluido el espiritual. Sobrevivir es una inevitable forma de lucha, incrustada en los primitivos genes humanos. Escribir estas líneas, con el mentón enraizado en el pecho, sin duda, son los trazos de un desgarro.

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