Camagüey.— Se vienen líneas en que la incomprensión, el dolor y la superación tienen nombre propio, almas laceradas, incluso voces rotas. Aquí las palabras del silencio sobreviven a más de una tormenta, cargan con su particular duelo y lo retan. No serán para leer de un tirón, ni siquiera para comprenderlas del todo. Ellas se escribirán como quien se confiesa sin miedos. Serán trazos para recorrer en silencio, pues destilan un temblor vital que no se apaga. Sus protagonistas no necesitarán permiso. Solo el espacio. Y el lector, el coraje para leer sin prejuicios…
Domingo. La mujer que libera sus sentimientos parece tener cientos de rostros, sus rasgos tiemblan y no consigo fijarlos con la mirada. Es puro estremecimiento.
“He luchado bastante. Estoy en el equipo nacional de boxeo, pero no estoy cerca de mis tres hijos en Guantánamo”, esboza Daili Margot Sterling, con sangrante tristeza.
“Los cuida su padre, quien no es fácil de tratar por su machismo. Quiero sacar a mis niños adelante. Viven en una casa chiquita con muchas personas. Es un espacio disfuncional. No quiero eso”, puntea y sus labios son una línea de desaliento.
Calla unos segundos. Pregunto a sabiendas de que estoy hurgando en una herida todavía supurante. “Dejé mi trabajo de auxiliar de limpieza. Tuve que buscar cómo sobrevivir para darles comida a los muchachos. Dicen que por boxear dejaré de ser mujer. Seguiré dando batalla”, sostiene, y el tono de sus palabras son como una sinfonía en las que cada una funciona como los instrumentos de una orquesta rebelde.
Se marcha con la frente en alto. Me recuesto en uno de los bancos de la Plaza de los Trabajadores. Veo una estela de personas caminando. Tensas, tristes y hasta hipnotizadas desfilan frente a mí. Reflexiono. Durante una semana conviviré con las muchachas de la selección nacional de boxeo. Seré un privilegiado. He decidido escribir sin blindaje y a pecho descubierto…
Es lunes y el sol ataca tímidamente el lobby del hotel Isla de Cuba proyectando peculiares sombras sobre el piso. El aire se toma de la mano con cierta calma y llena los pulmones con una mezcla de paz y posibilidades de conversar.
“Este camino es un reto como madre y mujer. En lo profesional renuncié a mi trabajo como subdirectora de actividades deportivas en San Miguel del Padrón”, afirma Yoana Rodríguez, en tanto se le ensombrece la voz.
“Lo hice cuando no era oficial la práctica del boxeo femenino. Solicité una licencia sin sueldo y me la negaron, pedí la baja y perdí el derecho al círculo infantil para mi hija —murmura y una mueca de dolor le rebosa las comisuras de la boca—. Quedamos casi desamparadas. Tuve que trabajar como seguridad en bares por las noches, sin dejar de entrenar. Hay quien cree que la mujer que boxea tiene otra preferencia sexual. Eso es algo personal. Lo respetamos. Necesitamos apoyo”, acentúa y sus largas pestañas adornan su expresión soñadora…
Martes. El bulevar, esa zona viva de la ciudad, se ve gris, pero nunca muda. Porta sus ansias como pequeños premios. ¿Por qué dramatizo?, me interrogo en tanto abordo a Erlis Cobas.
“Antes fui judoca. Es difícil. Veo a la niña en las vacaciones en Santiago de Cuba. Perdí a mi papá, estando aquí cumplo con él. Mami me apoya. Han dicho que el boxeo puede deformarme”, apunta y entorna cómicamente los párpados.
“Estoy segura de ser mujer. En la escuela, a la niña le preguntan por qué su mamá boxea. Ella les responde como debe. Lo hago para sacar adelante a los míos”, recalca y sus ojos azabaches dicen: ahora voy a ser feliz…
Dayira Mesa lleva dos años sobre el ring y lejos de su hija. Con el ceño fruncido y profundas arrugas espirituales se confiesa mientras el miércoles se tiñe de lluvia y el aroma del café inunda el lobby bar atacando el corazón del vicio. “Es duro hablar con ella y que me pregunte que cuándo iré a verla. A veces pienso en dejarlo todo. El papá dice que soy vieja para esto, que la pequeña crece y una está lejos”, subraya y palpo ese cepo invisible que oprime a algunas mujeres que luchan por defender su propio destino.
“Por suerte tengo el apoyo de la familia —expone y sonríe de oreja a oreja, en tanto se le marcan unos hoyuelos que enfatizan su carácter—. La situación está dura y quisiera mejorar. Darle lo que en ocasiones me pide y no puedo. Hay mujeres que temen boxear y que les digan marimachas o lesbianas”, indica y se aprieta con los brazos como si fueran un salvavidas…
Es jueves y llueve sin piedad. Conversar es escribir, le digo a Naybel Morado, cuya gestualidad es un mosaico de imágenes y sentimientos, que trazan cómo se cazan las sanas ambiciones.
“Empecé en el boxeo para bajar de peso y ahora mira. Quiero ayudar a mi familia y callarles la boca a los que no creyeron en mí” —dispara montando un ballet de gestos fieros y sinceros, en tanto se agita sobre un cómodo butacón azul claro—.
“Mi mamá colabora con el niño. Sufro al estar lejos de él. El padre cree que pierdo el tiempo. Le demostraré que puedo lograrlo. Dicen que este deporte es de machos. Somos madres que luchan”, insiste con una mirada difícil de olvidar…
El viernes por la mañana la fisio la examina. El cuerpo de nuevo habla. Tal vez es el momento para conseguir una reflexión sobre el sacrificio, sobre lo que está uno dispuesto a hipotecar para conquistar las cúspides más altas…
“Era administradora de una empresa de la construcción en Matanzas —alega Yailena Palomo y se ríe tan fuerte que termina sujetándose el estómago—. Conté con el impulso del padre de mi hija. Gracias a él y a la familia entrenaba al terminar el trabajo. Después de separarnos sigue apoyándome.
“Soy inspiración para la niña, lo repite mucho. Eso me gusta, me ayuda” —enfatiza como el más feliz de los cantos—. La orientación sexual no determina ni influye para ser boxeadora. Es un espacio íntimo que merece comprensión. Hay personas con mente estrecha. Debemos derribar tabúes —abunda como quien detesta los disfraces—. La mujer tiene derecho a hacer de todo…”.
Por la tarde espero su regreso del entrenamiento. Una hora y media después aprovecho un espacio y…
“Me ha costado. Al principio no querían que boxeara. Poco a poco lo han aceptado”, asevera Dinaybi de las Nieves escudada por su respiración más íntima.
“Lo de la orientación sexual es un asunto personal. A veces las familias no lo comprenden, hay prejuicios. En la calle miran raro y las actitudes no son las mejores —manifiesta como quien canta una canción hecha de heridas y disparos—. Estoy aferrada al deporte…”.
Sábado bien temprano. Al fondo como si fuera un decorado, el frugal desayuno. Reescribo mentalmente lo que deseo preguntar. Parece parca de palabras. Vale la pena el riesgo.
“Estar acá es de las mejores cosas que me han sucedido a pesar de estar lejos de la familia”, explica Melany de la Caridad.
“Vengo de un barrio complicado en Villa Clara. No me afecta, en el equipo nacional educan. Cuando voy por la calle no creen que sea boxeadora. Les explico que las cosas no son como creen…”.
“Se acaba de ir la luz”, me indica Meliza Millares. Sabemos que es algo habitual y molesto. Ha dejado de gritar el reguetón. Lo detesto. No tiene nada que ver con la edad, sino por estar educado en la melodía y letras de David Foster, Chicago y Phil Collins.
“Entré al boxeo por mi papá. Trabajaba en un taller de vagones ferroviarios en Cienfuegos —prosigue inmersa en el diálogo—. Era una forma de ayudar en la casa. Vivo con mi hermanito y mami. En la calle noto que me rechazan, tal vez por el físico. Es un poco incómodo”, acuña y su malestar se filtra a través de un suspiro herido.
Ya es noche de sábado. Dejo de tomar notas. Fue un acierto llegar hasta aquí…
No me preguntaré qué pasará después de estas líneas. No tengo dudas de que lo que falte le tocará a usted incluirlas.
Hay historias que se escriben con tinta. Y otras, como estas, con la sangre del alma. Retan de frente a la vida, mientras el eco de sus gritos nos recuerda el arduo camino de ser mujer.