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La mujer deportista, una historia y la deuda de siempre

Las he visto correr y ganar cuando las fuerzas internas alertan que las piernas no dan más. Las he visto encestar una canasta en el último segundo y convertir el tabloncillo en una fiesta. Las he visto proyectar un ippon cuando la pizarra marcaba wazari en contra y apenas quedaban segundos de combate.

También he saltado con ellas en un remate o bloqueo fulminante para decidir un set; me he emocionado en silencio cuando han dado en el blanco con una pistola o fusil y se marcan los 10 puntos. Y hasta las he disfrutado sprinteando en una carrera ciclística, cuando la valentía es insuperable para meterse entre dos, tres o seis bicicletas.

Sin embargo, la mujer deportista no es más grande por eso. Su fortaleza siempre ha radicado en vencer discriminaciones con humildad y ternura; en lograr podios electrizantes con una determinación envidiable de optimismo; en combinar maternidad con entrenamiento y liderazgo familiar con liderazgo en el campo de juego.

Solo un ejemplo bastaría para ilustrar este 8 de marzo el abrazo encendido que les debemos todos, aunque existen decenas por escribir. Me remonto cinco años atrás, a los Juegos Panamericanos de Lima 2019. La ciclista Lisandra Guerra sacó una plata increíble y mágica en la difícil modalidad del keirin. Su hijo Thiago había quedado enfermo y al cuidado de su mejor amiga en Cuba desde que ella partió a la capital peruana.

 

Esa noche, cuando las preguntas se le atoraban al periodista por la dimensión humana de ese éxito (había entrenado poco y era su primer gran resultado tras ser madre), la matancera respondió entre lágrimas: “Extraño mucho a Thiago, pero estoy tranquila, porque sé que él pudo verme por la televisión y decir: mamá, mamá, dale, dale, gana, gana. Esta medalla es de oro para él”, y rompió a llorar con el placer de haber complacido a su único hijo.

El cronista apagó la grabadora y tuvo ganas de confesar que no solo Thiago dijo eso. Pero Lisandra se alejaba para la premiación y con ella una de esos momentos inolvidables en que como hoy 8 de marzo, uno suspira al lado de las mujeres y las abraza siempre por esa deuda impagable de habernos traído al mundo.

¡FELICIDADES!

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