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Micaela tuvo ocho hijas y cerró el “negocio” porque se cansó de esperar por el varón. Esas hijas a su vez se casaron y ¡Misterios de la genética! Todas tuvieron hijas menos la más chica que para sorpresa y alegría de todas (Y de los maridos también por supuesto, algunos con un tin de envidia) parió ¡un machito!

Cuando creció, las tías y primas se ocuparon de revelarle la existencia de una palabra muy importante para ellas que al chico se le antojó misteriosa: empoderamiento.

¿Qué era eso? Su confusión fue mayúscula cuando sus parientes femeninas le dijeron que ninguna ocupación tenía sexo y que eso del sexo débil para referirse a la mujer era pura prepotencia masculina. Pero poco a poco, de la mano de sus “instructoras” en el tema, fue entendiendo el meollo del asunto. Se trataba de que las féminas podían asumir tareas antes solo reservadas para los de pelo en pecho. Y recordó que una de sus primas había ganado en un torneo de levantamiento de pesas y otra manejaba una grúa…

Comprendió que él debía ser capaz desde poner un botón hasta hacer una caldosa para las fiestas de los CDR como la tan famosa que hicieron Kike y Marina, ¿y quién sabe si fue él quien tuvo mejor mano para elaborarla? Porque, reflexionaba Andresito, tampoco la cocina tiene sexo.

Pues un buen día, convertido en un abanderado de los derechos de la mujer, se enamoró perdidamente de una científica a quien la llamaban cariñosamente Cuquita y se casaron. Al cabo de nueve meses… ¡sorpresa! nació una niña.

La ausencia de la joven profesional iba a provocar tremendo hueco en el laboratorio, pero cuando sus compañeros la vieron llegar al centro poco después de nacer la bebita, le preguntaron extrañados: ¿Y tu hija? ¿Cómo la dejaste tan chiquitica? ¿Quién te la cuida? Y ella muy ufana respondió: Andresito, que se acogió a la licencia de paternidad.

Alez

 

 

 

 

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