Tanto honor no cabe dentro de mí

Tanto honor no cabe dentro de mí

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Un día de abril del año 2001 le di­jeron a Josefa que la iban a conde­corar en La Habana, que tenía que ponerse bien linda. Más linda aún, hubiera dicho yo, porque ya lo era. Desde entonces su pecho lucía el Título Honorífico de Heroína del Trabajo de la República, impues­to por el jefe de la Revolución, por Fidel. Ese día lloró por varias ho­ras, sin descanso. “Tanto honor no cabe dentro de mí”, decía.

Por el color cobrizo de su piel y la tonalidad y tipo de pelo, cualquiera la hubiera considera­do como una genuina mulata del oriente cubano, pero su modo de hablar venía a demostrar que Jo­sefa nació en Pinar del Río, donde también falleció hace solo pocos días, justo la noche del pasado 6 de febrero.

Curtida desde pequeña en el trajín hermoso y difícil de la hoja de tabaco y desde 1976 en los que­haceres de la cocina de su centro laboral, era pronta al chiste pica­resco y también a la rabia que sal­taba de sus ojos pardos cuando re­cordaba que, siendo poco más que una niña, el dueño del taller donde deshebraba intentó abusar de su incipiente encanto femenino. “Se creían hasta dueños de las perso­nas, pero no pudo”, aseguraba or­gullosa.

Hace casi 20 años tuve la in­mensa dicha de poderla entrevis­tar y aunque ya comenzaba a tener dolores en sus piernas, me sor­prendió al decirme que cada día se levantaba a las cuatro y treinta de la madrugada, preparaba la comi­da de su casa y se iba al despalillo de cinco y treinta a siete y treinta de la mañana. A esa hora se tras­ladaba al comedor de su centro la­boral, y sobre las tres y treinta de la tarde se reincorporaba al taller hasta las seis de la tarde.

Así era cada día en la vida de Josefa Acosta Ramos, “sin fallar, porque en mi expediente nunca ha habido un certificado médico ni una ausencia injustificada ni nada que se le parezca”, dijo.

Por todo ello siempre sus com­pañeros la escogieron como la más destacada, y fue galardonada con el Premio Habano del año 2017, en la categoría de Producción, por su aporte en el procesamiento de la hoja. Año tras año fue sumando lauros, diplomas y condecoracio­nes, tantos que desde hace mucho tiempo no cabían en las paredes de su modesta vivienda.

Pensaba trabajar hasta el úl­timo día en que respirara y se incomodaba si le preguntaban cuándo se iba a jubilar. “Parece que no sabe que mi felicidad está en hacer lo que hago: trabajar. ¡Vivo con mucha modestia, pero llena de felicidad!”, expresaba fe­liz.

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