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 “La osadía del Moncada tocó a mi puerta” (+ Fotos)

Con tan solo nueve años Santos Walfrido Díaz Cominches se enroló en  el más osado de los episodios de su vida. A tan corta edad asumió aquel momento como una aventura, muy semejante a las tantas que había leído en sus libros de cabecera, aderezada con riesgo, suspenso, misterio, secretos, incluso, armas de fuego.

 

Chilín en el mismo sofá en el que se sentaron los tres moncadistas a los que su familia les dio refugio. Foto: Cortesía de Santos Walfrido Díaz Cominches

Solo con la madurez de la juventud Chilín, como le dicen sus conocidos, pudo aquilatar la trascendencia de haber sido partícipe de un hecho heroico, protagonizado no solo por los suyos sino por decenas de familias santiagueras más, las cuales, a pesar de la brutal represión dictatorial, a pesar de la “locura” que significaba desafiar al régimen del golpista Fulgencio Batista, abrieron puertas y corazones a los sobrevivientes del asalto al cuartel Moncada para darles resguardo y aliento, que fue como dárselo también al embrión de la Revolución cubana.

 

Una decisión que salvó tres vidas

Para la familia Díaz-Cominches, residente en San Félix 456 entre San Francisco y San Gerónimo, en la ciudad de Santiago de Cuba, la mañana del 26 de julio de 1953 no anunciaba una rutina diferente a la de otros domingos, por eso, casi con las primeras luches del amanecer, los esposos Alfredo Luis Díaz Viciella y Micaela Cominches Rodríguez partieron rumbo a la iglesia, dejando en casa a sus nueve hijos y los dos sobrinos huérfanos asumidos como propios.

“Mis hermanos y primos estaban durmiendo, pero yo me levanté temprano —recuerda sin mucho esfuerzo Chilín— serían las siete menos cuarto cuando sentí que tocaban a la puerta.

“Abrí y vi a tres jóvenes, como de unos 20 ó 23 años, todo sucios, ensangrentados, con una rara expresión en la voz y en la mirada, tan extraña que me marcó hondamente:

-Aquí vive Micaela Cominches?, me preguntó uno de ellos.

-Sí, le dije un poco receloso.

-Ella está?

-No, no está.”

Hubo entonces un largo silencio, tal vez demasiado largo para los desconocidos, y como de siglos para el pequeño Chilín, quien sin levantar cuatro cuartas del piso estaba frente a frente con Abelardo García Ills, José Ramón Martínez Álvarez y Ángel Sánchez Pérez, tres hombres que habían inscrito sus nombres en la historia de Cuba con su participación en el asalto al Moncada.

“Todavía hoy, cuando recuerdo aquel instante, me sigo preguntando por qué raro motivo yo, que no los conocía, que tenía prohibido hablar con extraños, y mucho menos dejarlos entrar a la casa, había sucumbido al arrebato de decirles: pasen, siéntense, mi mamá no demora mucho.

“Sigo pensando que el destino puso su mano en aquella decisión; no hice más que cerrar la puerta y comenzaron a sonar las sirenas de los patrulleros que iban de aquí para allá, como en una cacería.

“Les dije que se acomodaran en el sillón principal de la sala, un gran sofá que se me antojó más largo de lo que en verdad era cuando los tres se sentaron muy junticos, como protegiéndose mutuamente, sin pronunciar palabra alguna, casi inmóviles, y así permanecieron hasta que mami llegó.

“Justo ahí ella me mandó adentro, y se quedó conversando muy bajito con ellos, aunque solo por unos segundos, porque de inmediato los pasó a uno de los cuartos, les dio ropas de mis hermanos mayores, salió con el bulto de las que se habían quitado, las lanzó en el pozo del patio de la casa, se volteó hacia mí, y con un tono entre impositivo y suplicante me dijo: de esto, ni una palabra a nadie.

“Yo me bebí aquel secreto, y otros muchos de los que fui testigos días después, sin saber en verdad lo que hubiera significado para esos jóvenes y para mi familia, una imprudencia de mi parte.”

En el libro Raúl Castro: un hombre en revolución, su autor, el ruso Nikolai Leonov, recoge brevemente detalles de la decisión de buscar refugio en la casa de la madre de Chilín: “al llegar al parque Céspedes uno de ellos propuso ir a la casa de Micaela Cominches, a quien conocía, donde estaba seguro encontrarían protección. Raúl, como eran muchos, decidió buscar ayuda con personas amigas de sus padres”.

 

Una aventura verdadera

Durante días Chilín fue cómplice de la osadía sin límites que representaba tener dentro de la vivienda a tres de los asaltantes a la segunda fortaleza militar más importantes de la nación.

José Ramón Martínez Álvarez, uno de los asaltantes al Moncada acogido por la familia Méndez-Cominches. Foto: Tomada de Ecured

Desde el amanecer y hasta el anochecer Abelardo, José Ramón y Ángel permanecían dentro del cuarto que Micaela y Alfredo les habían destinado, y solo en las noches salían al patio a tomar el fresco, además de hacer algún que otro ejercicio físico.

“Pared con pared quedaba la imprenta de la familia, la cual se comunicaba con el patio de la casa y los empleados de papá entraban para lavarse las manos o a otra cosa, por lo tanto el riesgo era constante, teníamos que aparentar que nada pasaba, algo que, por suerte, logramos sin problemas.

“Yo les llevaba todos los días el almuerzo mientras permanecían debajo de la cama,  y sin salir de allí se lo comían; ya por la noche mi primo Joaquín Méndez Cominches y mi hermano, Joaquín Díaz Cominches, se les colaban en el cuarto para conversar, y creo que a ambos se les despertó el amor por la Revolución, al punto de entregarse a ella en cuerpo y alma, en esos diálogos con los moncadistas.

“Unos días después de permanecer refugiados en casa un grupito de jóvenes fueron a buscar a Abelardo y a Ángel, luego supe que eran del movimiento revolucionario, y que José Ramón permaneció bajo nuestro techo como un tiempo más por cuestión de seguridad, hasta llegada la ocasión precisa para trasladarlo a La Habana.

Micaela Cominches Rodríguez, una de las santiagueras corajudas que desafío el peligro y acogió en su hogar a tres asaltantes al Moncada. Foto: Cortesía de Santos Walfrido Díaz Cominches

“Conducirlo hasta la capital fue otra aventura en la que tuve el privilegio de estar incluido.

“Una mañana mamá y papá nos agarraron a mi hermanito Otto y a mí, nos montaron en el carro de la casa, subieron a José Ramón, fueron hasta la finca que teníamos en El Caney, atiborraron el maletero de magos bizcochuelo, mamey, toledo y corazón, y partimos con esa rara carga rumbo a la capital.

“Durante el trayecto tres veces nos detuvieron los guardias de Batista, todos nos poníamos muy tensos, pero mi mamá, que tenía un temple de acero, fulminaba a los casquitos con sus palabras salvadoras.

-“Oigan, muchachos, en el maletero hay mangos de El Caney, ¿quieren?.

“Para qué era aquello, se olvidaban de registrar y nos dejaban ir como si nada, así llegamos hasta nuestro destino, con el moncadista a salvo y la agradable sensación que causa haber hecho algo bueno, algo que luego comprendí fue un pequeñísimo aporte a la libertad de esta tierra, además de un privilegio, al saber que la osadía del Moncada tocó a mi puerta.”

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