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El último cubano dulce

Foto: Daniel Martínez
Foto: Daniel Martínez

Las nubes están bajas en La Habana y sus absurdas formas regalan un aire de triste postal. Es diciembre y cerca de la Calzada del Cerro un puñado de personas mayores hace cola para comprar algo. Desafían el tráfico, que se defiende a palabro­tas y bocinazo limpio. Varios an­cianos, sentados en los contenes de la acera, dan la sensación de que al­gunos asuntos les pesan demasiado. Si mañana llegara el fin del mundo los atraparía en su familiar rutina, esa en la que el tiempo solo consiste en un deslizarse de fechas escritas en la azotada pizarra de su mente. Hay una especie de tenso sosiego en sus agotados rostros, debajo del cual prefiero fantasear, conque a pesar de las arrugas de la edad y el espíritu, sus almas todavía laten y sueñan en medio de tantas carencias…

Me pregunto si a la persona que busco la vejez le ha llegado sigilo­sa, o como un huracán, barriendo hasta los recuerdos más íntimos. Por ahora solo sé que conserva el miste­rio de su personaje. Quizás lo sepa y actúe en consecuencia. Él simbo­liza la gran epopeya que ha sido el béisbol cubano. Se llama Luis Zayas Travieso, tiene 86 años, y tal vez sea el último de los Cubans Sugar Kings que en nuestro país sigue en pie…

Entre personas que vagan ca­mino por la calle Mariano. Casas de peculiares retoques constructivos acompañan mis pasos. Danzando en el aire una mezcla de aromas de siete potencias, café, tabaco y ortigui­lla me transporta a una parcela de lo más puro de nuestro sin­cretismo, mientras que un par de miradas con gesto de ¿qué buscas? ¡Si tú no eres de aquí! me regresan a la realidad, sal­vándome de pisar la “gracia” que dejó un perro en la acera…

Llego a mi destino en la ca­lle Panchito Gómez. En la sala de un achacoso apartamento puerta a calle que “desentona” con el resto de las casas de la cuadra, gobierna sobre un gas­tado sillón Zayas.

Apenas me siento en una herrumbrosa sillita frente a él muestra una sonrisa cálida que dice “déjame que te cuente”…

“El béisbol lo es todo para los cubanos. Sin él estamos huérfanos”.

Su voz, algo áspera por años de tabaquismo, no se correspon­de con su figura. Tiene un cuer­po casi quebradizo, pero su ver­bo desborda pasión. Casi regala la complicidad de un amigo.

“Quisiera saber por qué no se acuerdan de los jugadores de mi tiempo”, dispara con un tono que certifica que los colores del desencanto echaron raíces en muchos rincones de su vida. “Podemos ayudar. Hasta sen­tados en una silla somos úti­les”, asevera y cierra el asunto apretando los labios.

Se recuesta cómodamente en el sillón, de muy buena madera, pero viejo como el tiempo. Cruza las pier­nas. Deja una de las chancletas que calza en el suelo, y con un tono tan filoso que puede cortar el ambiente prosigue.

“Dejé de jugar en ligas gran­des por estar aquí. Participé en los principales campeonatos. En la Liga Pedro Betancourt, Liga Popular de Quivicán, la pelota azucarera y la Liga Profesional Cubana de Béisbol. ¿Qué más te digo?”, sentencia chas­queando la lengua y tarareando con sabia ironía un añejo son.

Se levanta murmurando algo que no comprendo. Bosteza un par de veces. Se ajusta un pantalón de claro color gris y se adentra en la os­curidad de su apartamento.

Mis ojos aprovechan la momen­tánea soledad y vagan por las pa­redes repletas de reconocimientos dignos de ir a un museo. Es pura historia. ¿A dónde irán a parar en un futuro? ¿Se perderán? ¿Alguien ten­drá la decencia de atesorarlos como patrimonio?…

Regresa. Trae un bate de fon­gueo en las manos. Desparrama su cansada anatomía en el sillón y aferrándolo como un bastón sigue con su “turno al bate”.

“Fíjate, en la actividad por los 76 años del Latinoamericano hablé con la gente de la Comisión Nacio­nal. Tengo el televisor roto hace rato”, abunda señalando con su largo y arrugado dedo índice hacia el equipo al que “adorna” una del­gada capa de polvo. “Me dijeron, vamos a ver eso. Todavía los espe­ro”, asevera con el disgusto de quien se acostumbró a sofocar ilusiones.

Continúe le digo yo, asintiendo con la cabeza y apuntando con mi bolígrafo en la agenda, tras el “nau­fragio” de la grabadora del móvil.

Una sonrisa asoma lentamente en sus labios y dice: “El mío también se rompió, pero imagínate…

“De mí solo se acuerda Rodolfo Puente Zamora”, perpetúa tras apo­yar el bate a un costado del sillón y cruzarse de brazos. “Me da vuel­tas. Utiliza su carro para llevarme y traerme de las actividades. También en lo económico me tira un cabo, sin tener que hacerlo. Algunos pasan por aquí y al verme sentado saludan. Si la puerta está cerrada ni tocan”.

Toma otra vez el bate con sus manos, se ajusta una gorra y repa­sa el estado actual de la pelota na­cional. Reconoce su retroceso. Mal trabajo en la base, poca calidad de los entrenadores y desinterés de los jugadores son algunos “demonios” que la asolan.

Por segundos pone en receso su memoria. De repente el rostro se le enciende. Tres arrugas profundas con otras, más cortas, alrededor de la boca se les abren como afluentes y argumenta.

“Siempre quise ser pelotero. Mi niñez fue durísima. Negro y huérfa­no de madre. Mi padre nos crio con sacrificio”, afirma y sus grandes ojos con sus iris de un gris oscuro pali­decen.

Se frota el rostro con las manos y con el dedo del medio se traza una caricia desde la frente hasta el puen­te de la nariz. Quizás buscando cal­ma o satisfacción.

“Lo más grande que viví fue ju­gar con los Cubans Sugar King”, re­cuerda casi como un susurro. “Qui­siera saber por qué apenas se habla de ellos. No lo sé. Era un equipazo, un orgullo para los cubanos. Soy el último de ellos aquí.

“Fui un gran pelotero, afirma con una mirada distante y nostál­gica, Corría, bateaba bien y tenía tremendo brazo. Fíjate si tenía un machetón (brazo), que jugando los Elefantes del Cienfuegos contra los Tigres de Marianao puse dos veces out en home a Orestes Miñoso. Eso no lo hacía cualquiera”, certifica con cómica jactancia mientras levanta los brazos como muelas de cangrejo.

“Una vez le dije a Camilo Pas­cual, mañana tírame rectas nada más. Al final del juego y tras domi­narme me dijo riéndose. Te tiré solo rectas. Le respondí, sí pero no tan duras” certifica orgulloso.

“Pude haber jugado en Grandes Ligas”, indica a la vez que abre y cierra los puños como si quisiera re­cobrar la sensibilidad en los dedos. “En una pretemporada con los Dod­gers en la Florida, luego de un par­tido me toca por la espalda un ame­ricano. Me indica que los cubanos consumíamos mucho arroz y frijoles. Que debíamos comer más vegetales.

“Llego a la mesa y señalando al gringo le digo a Edmundo Amorós y al Látigo Gutiérrez: ¿Oigan, quién es el bobo ese?, acabo de darle línea a Sandy Koufax y dice que coma ver­duras.

“Oye comemi…, comenta Amo­rós, ese es Duke Snider (miembro el Salón de la Fama de Cooperstown), así que recoge y vete pa’ triple AAA, que se acabó lo tuyo aquí”.

Zayas sonríe. Enciende un ta­baco. Expulsa un aro de humo que se disipa como si alguien le hubiese dado un martillazo y apunta. “No puedo dejarlo. Tengo que dar una fumadita. Hasta para dormir me sirve”, señala defendiendo su vicio.

“Jugué en México y Estados Unidos. En Georgia y Texas viví el racismo. Viajábamos en la parte de atrás de la guagua. Había lugares donde no podíamos bajarnos”, expli­ca, en tanto sacude la cabeza, y casi con delicadeza coloca el tabaco en el cenicero. “Tenían que traernos la comida. Nunca pasó nada. Ahhhh y los jugadores blancos del equipo ja­más se metieron conmigo.

“Mira —fija sus gastadas y gri­ses pupilas en una foto para ilumi­nar un fiel sentimiento— me quedé en Cuba porque es mi país y estaba enamoradísimo de Nery Emiliana Pérez (esposa fallecida). Nunca me arrepentí, incluso ahora que la cosa está mala. Cuba es Cuba”.

Se mira las manos. Arrugadas y con un buen puñado de manchas de vejez insinuándose en el dorso. Sus­pira. “¿Te digo una cosa?”. Proyecta y se toca la sien, para indicar que ha­cerlo es una muestra de inteligencia. “La pelota cubana no es la misma. Hay pocos entrenadores que sepan. Escogen a los que entienden. No a los que saben. Técnicamente estamos en baja. Muchos están pendientes del viajecito”.

Se calla un instante. Apoya la cabeza en el respaldo del sillón. Se balancea lentamente. Se pasa la len­gua por los labios, como preguntán­dose si habría que agregar algo más. Junta las manos como para iniciar un rezo y dispara.

“El béisbol será siempre el de­porte nacional. Lo tenemos en la sangre. No me gusta un equipo Cuba unificado”, apunta bajando sus pár­pados, y con las yemas de los dedos se acaricia la mandíbula. “Que ha­gan uno en Estados Unidos y otro aquí. Los apoyaría a los dos. Son cu­banos”, certifica con un lenguaje fí­sico que regala escenas de vitalidad.

Dirige una tímida sonrisa a la pared atestada de recuerdos. “El mejor pítcher que vi fue Camilo Pas­cual y como jugador Miñoso. Buenas personas”, expone mientras se acla­ra la garganta y señala emocionado. “Por las noches sueño con los Cu­bans Sugar King y los compañeros que jugué. Los extraño. Fui un pelo­tero que luchó en el terreno. Todavía lo hago, pero día a día…”.

Se despide en mutis y enraiza­do en su viejo sillón. Ese que es tan viejo como el tiempo. Firme ante esos flacos de memoria. Con aire de sincera y cubanísima esencia en sus palabras. A ratos desnudas de opti­mismo, pero plenas de vigencia. Así es Luis Zayas Travieso, el último cu­bano dulce.

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