Vivir al natural

Vivir al natural

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Fue un descubrimiento. En la geografía que pensaba conocer como la palma de mi mano una mística mujer ha hecho su mundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo supe durante un paseo en lancha por el delta del río Zaza, a unos tres kilómetros de La Rosita, casi la mitad del trayecto hasta el mar. Luis García —Pitilla—, el lanchero, me invitó a un café. Lo miré con asombro: “Abrimos (se refe­ría a la empresa Flora y Fauna) una cafetería allí, en aquella entradita”.

Rebusqué cada espacio del manglar, un des­liz del río en su margen izquierdo (contrario a la carretera que conduce a Tunas de Zaza); no había construcciones ni algo relativo a la vida humana; estábamos solos nosotros.

Seguí incrédula y continúo el viaje; de regre­so, accedí. Ciertamente, entre los mangles hay una apertura por donde penetró la lancha. La quietud sobrecogía; Pitilla voceó: ¡Vilma! y al rato salió una mujer de sonrisa y mirada francas. La seguí a su casa, o mejor, al ranchito de dos pisos: aba­jo hace el diario, arriba duerme. Y nos ofreció su café caliente y fuerte, en tazas y sin cumplidos.

Pregunto y Vilma suelta la carcajada: “Me gusta la paz, la quietud, vivir al natural”. No es­cogió esta vida: el esposo regresó enfermo de una misión internacionalista, estuvo como 28 años entre hospitales, tenían cuatro hijos y ella solita construyó su espacio para buscar el sustento fa­miliar, que luego alcanzó para aportar a la comu­nidad.

Lleva una vida singular, libre en el borde del río Zaza (a unos tres kilómetros de la desembo­cadura), en un cayito de tierra entre el estero y el río, rodeada de agua, mangles, peces, aves y mucho silencio, cerca de los poblados sureños de Tunas de Zaza y El Médano, en Sancti Spíritus.

“Nací en El Médano y en aquella situación tuve que buscar la comida, el dinero, haciendo sal, carbón, pescando a red, y en un tiempo que no había de dónde sacar, hice una calita de camarón (una zanja, como una trampa) y un chinchorro; ahora no entrego a la cooperativa porque son muy pequeños y no cumplen con la talla”.

¿Usted hace sal y carbón? “Hice un pozo allá (señala al espacio finito que le queda hasta el manglar) para acumular agua salada; la pongo a hervir en una tártara hasta que cuaje; corto la leña en el manglar, y hago algún horno, pequeño, pero da carbón.

“Todo esto lo ando a pie. No le temo ni al sol, y el humo espanta los mosquitos, siempre estoy forrada, con pantalones y mangas largas. A mi rancho solo le entra agua cuando llueve fuerte con viento del sur. Esto es salud. Cuando hay ciclo­nes voy para Tunas; yo vi las crecidas del río, les tengo pánico: atravieso por allí cuando se lle­nan las lagunas, voy a pie, sin peligro ninguno”.

Más de la mitad de sus casi 59 años los ha dedicado a esta rutina. “Siempre estoy hacien­do algo, lo que no sé lo aprendo, hay que aprove­char el tiempo y por la noches, con una lucecita del panel solar tejo baticas, medias… Voy a Tu­nas cada 7 u 8 días, y reboto como una pelota de pimpón para atrás, no aguanto estar lejos.

“No le tengo miedo a la vida, lo mío es estar tranquila; mis nietos vienen y pasan días, trai­go agua potable de Tunas, o la trae mi hijo en tanques; hiervo todas las sábanas, las toallas, me gusta el olorcito que les deja, y me baño con agua salobre allá en el bañito” también sobre pilotes.

La ruralidad en Cuba tiene muchas aristas, atendiendo a fenómenos sociales que se desen­cadenan en su entorno y crean identidad. Vilma celebró los días de la Mujer Rural y de la Ali­mentación, 15 y 16 de octubre, porque ha creado un estilo de vida sostenible y su resiliencia (ca­pacidad para recuperarse de situaciones com­plejas y avanzar).

Un estilo (igual sin proponérselo) apegado a preceptos nuevos, de los que hablan de cosechar en su pedacito, de proteger el medio ambiente y sus ecosistemas, de alimentación sana y de so­beranía alimentaria.

Vilma conoce el desarrollo, lo ha vivido. “Soy ciudadana española, he ido dos veces a Estados Unidos y otra a España, ahora voy de nuevo, pero no me gusta andar por ahí, aque­lla vida es tan agitada”. Le comento que antes de viajar debe retocarse el pelo; dice que quiere pintarse de cenizo “como el suyo”, y reímos a carcajadas.

Sale a despedirse: “Aquí las puertas están abiertas para todos”, asevera y con fuerza pa­tea la lancha que quedó varada en el bajo del estero; levanta la mano y exclama: “Dónde hay hombres, no hay fantasmas”.

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