Icono del sitio Trabajadores

Lázaro Martínez: «El béisbol es mi único gran amor»

Hace apenas cuatro meses lo vi por última vez. Junto a su hijo y nieto me honró en el lanzamiento del libro Medallas al Corazón, del cual es uno de los protagonistas. «Gracias por acordarte de mi», me dijo como si olvidara que la reverencia siempre será poca para un receptor, pelotero y cubano auténtico, por más que alguien no lo reconociera ese día con el nasobuco puesto.
Lázaro Martínez al centro, con sus amigos Germán Aguila (izquierda) y Rodolgo Puente (derecha). Foto: Duany Hernández
Lázaro Martínez al centro, con sus amigos Germán Aguila (izquierda) y Rodolgo Puente (derecha). Foto: Duany Hernández

Este 20 de julio la muerte lo sorprendió y lamenté no encontrar la foto que se tiró junto a su esposa y el dúo Buena Fe en una tarde-noche especial días después de aquel lanzamiento para haberlo puesto sonriente y feliz. «Gracias por acordarte de mi», repitió otra vez con esa sencillez que nunca le hizo pedir nada que no mereciera, a pesar de sus graves problemas de salud en los últimos años.

Como quiera que varias generaciones no lo vieron jugar y solo queda en ellos el vago recuerdo de frías estadísticas, mi honra a Lázaro Martínez es esta última entrevista en vida (tal y como aparece en el libro), en la que explica su enamoramiento total a este deporte, a los Industriales y a Cuba. Mi pequeño homenaje ante un grande que se ha ido. ¡Paz y gloria!

El béisboil es mi único gran amor

Sin apagar la magia de la entrevista, uno de los receptores más queridos del equipo Industriales en la década del 60 del siglo pasado, contó su historia así, sin parar. Una hora de conversación sin parar. Las preguntas fueron respondidas con anécdotas, conceptos y humildad deliciosas, casi como un monólogo.
Sin más presentación y listo para recibir lanzamientos está ya el catcher Lázaro Martínez.
“En mi casa nadie era pelotero, pero yo sí seguía al equipo Almendares. Iba caminado desde el barrio Colón, donde vivíamos, hasta el estadio del Cerro y entrábamos un piquete de muchachos por el right field. El precio era 25 centavos.
“Cuando triunfó la Revolución empecé a jugar pelota en La Punta, en el Malecón. Lo hacía descalzo porque me sentía más cómodo. Un día, Comando, así le decíamos todos a aquel activista del deporte que iba a vernos los fines de semana, me preguntó si quería jugar béisbol en la categoría juvenil. Él mismo habló con mi mamá y la convenció.
“Cuando llegué a la primera práctica al primero que me encuentro es al pitcher Manuel Hurtado. Nos hicimos grandes amigos. Ese mismo año (1961) integré la preselección nacional como segunda base. También fui jardinero hasta que un día, cuando jugaba el Deportivo Colón contra Universidad, se lesionó el catcher de Colón y salí del jardín izquierdo para esa posición. El director Ramón Carneado estaba allí y cuando terminó el juego me dijo que fuera a practicar con él.
“En diciembre de 1964 ya estaba con Industriales. ¿Industriales? Eso no era un equipo, era una religión. No se concebía que si nos estaban ganando se hablara con el contrario en el terreno. Y si alguien se daba un golpe todos nos preocupábamos.
“Esa cohesión, esas ganas de jugar pelota lo hacían una familia, una religión. Vi jugar a Pedro Chávez lesionado, con una pierna entizada y cuando se dio cuenta que lo estaba mirando me dijo: no vayas a decirle nada al manager. La gente se entregaba de verdad, con golpes, con lesiones. Nadie quería estar en el banco. Y ser regular había que ganárselo.
“Al segundo mitin que fui con Carneado aprendí que el béisbol no era correr y batear solamente. Se analizaba uno a uno cada hombre en el line-up del equipo contrario y se pasaba revista hasta de los posibles emergentes. Tuve la suerte de ser dirigido por mentores excelentes como Fermín Guerra, Martín Dihigo, el propio Carneado, y finalmente por Chávez, con quien había compartido como jugador.
“¿Tú quieres una anécdota buena de ese espíritu? Muchos dirigentes de la Revolución iban al estadio en las primeras series nacionales, incluido el Comandante en Jefe, que dicho sea de paso nunca le fue a Industriales.
“En un partido contra Orientales, Fidel llegó como en el tercer inning y nos saludó a todos en el banco. Se sentó allí y se quedó hasta el final con nosotros. La gente lo veía, pero todos seguíamos concentrados en el juego. Fidel se quedó hasta el último out y después de la victoria, y de haber visto la forma en que jugábamos, cómo nos dábamos aliento uno a los otros, cómo solo nos importaba la victoria, dijo: ustedes no pueden perder porque siempre están luchando…
“Tuve la suerte de compartir siete años con Ricardo Lazo, un gran receptor, una máquina de catchear, pero no tenía mucha pedagogía para enseñar. Copié su rigor para jugar pelota y lo admiré. Sin embargo, nunca traté de imitarlo, solo intentaba ganar de su experiencia. Aprendí a medir a los bateadores física y mentalmente. Por ejemplo, mirando el movimiento de los pies de un pelotero en el cajón de bateo sabía cuando esperaba una curva o una recta.
“Changa Mederos y yo éramos muy buenos amigos. Él declaró en una entrevista que en situaciones difíciles le gustaba tenerme detrás de home. Y con Changa había que ser bueno, porque la curva que tenía mareaba a los bateadores y exigía mucho del receptor.
“En lo particular, practicaba mucho el bloqueo de bola, hasta en la casa lo entrenaba. Me preparaba de acuerdo al equipo contrario y sobre todo hacía hincapié en la preparación física porque no me podía cansar en los dobles juegos de sábado y domingo. El pitcher más fácil de recibir era Manuel Hurtado y el más difícil Changa Mederos”
La sala donde conversamos se ha ido llenando de personas para escuchar a Lázaro Martínez. A los 61 años confiesa que la pelota nunca ha muerto en sus sentimientos, a pesar de que no le gusta ir ahora al estadio para ver una serie que no considera mejor a las de celebradas en la década del 60 del siglo pasado.
“El retiro lo decidieron algunos funcionarios por mi. Había una política contra los que ellos llamaban viejos del béisbol por tener más de 30 años. Y por eso me retiraron a los 33 con 14 series nacionales jugadas.
“Un año antes me habían mandado a los Metropolitanos y luego, cuando volvieron a llamarme para los Industriales le dije al director Roberto Ledo: no juego más, porque sentí que estaban forzándome al retiro con tantos cambios de equipos innecesariamente. Influyó mucho también que la generación de Osorio, Germán Águila, Ñico Jiménez y otros se retiraban y yo era el más joven de todos, pero había crecido junto con ellos.
“De ahí pasé a entrenador del mismo equipo Industriales, pero el retiro oficial nunca se ha hecho. Vivo en San Miguel del Padrón y no voy ahora al estadio porque me gustaría ver algo mejor de lo que hicimos nosotros cuando jugábamos. Lamentablemente, nuestra pelota hoy solo sirve cuando empiezan los play off y eso debe llevarnos a pensar y a buscar la calidad desde la base, desde el primer día del campeonato.
“En nosotros el béisbol nunca muere, pero a veces la atención que te dan te como veterano retirado obliga a separarte de lo que ha sido tu más grande amor en la vida. Yo hubiera querido aportar más los conocimientos que aprendí.
“El primer año que dirigió Anglada a los Industriales trabajé con él y le enseñé algunas cosas a los catchers que ellos desconocían. Soy del criterio que para enseñar a jugar pelota no hay que ser licenciado. Muchos de esos ni siquiera la han jugado.
“Para enseñar pelota hay que vivirla, sentirla en la sangre, sino no se puede. Dirigir un equipo es otra cosa, porque hay que saber un poco más de psicología, de comunicación, pero para enseñar…Por eso y por muchas otras razones es que en Cuba hay en estos momentos solo dos o tres receptores con calidad. Y eso antes no pasaba.
“Otro deporte que me encanta es el fútbol. Lo sigo, me gusta verlo y lo jugué de niño. Sin embargo, la pelota es la que más alegrías le ha dado a este negro. Todavía recuerdo cuando hice por vez primera el equipo Cuba a los Juegos Panamericanos de Cali en 1971. Quedar entre los 18 era un reconocimiento altísimo. Era prácticamente un lujo. Allí bateé 500. Ese hecho es el más importante de mi carrera deportiva. Antes me habían invitado a la serie mundial de Cartagena de Indias, en 1970.
“La familia actual no tiene nada que ver con la de aquellos años de pelotero. Pero la madre de mis dos hijos, Hilda Fabré, campeona de salto, me ayudó muchísimo entonces. Uno de mis hijos es entrenador de boxeo, pero ninguno salió pelotero como hubiera deseado. Trabajo de operador de caldera en la fábrica Suchel y allí juego sóftbol los fines de semana. Ahora quieren meterme a mánager del equipo.
“Y le voy a confesar algo más, periodista, soy un buen amigo, leal y fiel hasta la muerte, pero soy un poco romántico, demasiado, y en la vida no se puede ser tan romántico. El béisbol es mi vida y mi único gran amor. ¿Te queda algo más que preguntar?….”
Compartir...
Salir de la versión móvil