Alma, brazo y voz del pueblo

Alma, brazo y voz del pueblo

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“La unidad de pensamien­to, que de ningún modo quiere decir la servidum­bre de la opinión, es sin duda condición indispen­sable del éxito de todo pro­grama político”, expresó José Martí.

Martí, al centro, junto a un grupo de miembros del Partido Revolucionario Cubano. Foto: Archivo
Martí, al centro, junto a un grupo de miembros del Partido Revolucionario Cubano. Foto: Archivo

Fue ese uno de los prin­cipios sobre los cuales se asentó la fundación el 10 de abril de 1892 del Parti­do Revolucionario Cubano (PRC), un partido que a diferencia de los surgidos en el mundo durante la se­gunda mitad del siglo XIX no se concibió para repre­sentar a individuos que se disputaban el poder. Se distinguía además radi­calmente de los partidos tradicionales existentes en Cuba en el período, que re­presentaban los intereses de la oligarquía cubano-española, con líneas elec­toralistas que no buscaban la independencia de Cuba.

Por el contrario, el PRC fue una organiza­ción aglutinadora de to­dos los patriotas cuba­nos de las más diversas procedencias, con el fin de emprender una guerra breve y generosa, como procedimiento para dar fin a la dominación colo­nial y construir una repú­blica con todos y para el bien de todos.

Ello quedó plasma­do en el Artículo 4 de las Bases del PRC, donde se señalaba: “El Partido Re­volucionario Cubano no se propone perpetuar en la República Cubana, con formas nuevas o con al­teraciones más aparentes que esenciales, el espíritu autoritario y la compo­sición burocrática de la colonia, sino fundar en el ejercicio franco y cor­dial de las capacidades legítimas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia”.

La idea de aprovechar las experiencias de con­tiendas anteriores fue ex­puesta por Martí desde mucho antes: “Ya las ar­mas están probadas, y lo inútil se desecha, y lo apro­vechable se utiliza. Ya no se perderá el tiempo en en­sayar: se empleará en ven­cer […] La orilla en que se fracasó, se esquiva […] Ya se conocen los peligros, y se desdeñan o se evitan. Ya se ve venir a los estorbos. Ya fructifican nuestras mi­serias, que los errores son una utilísima semilla. Ya ha cesado la infancia can­dorosa, para abrir paso a la juventud fuerte y enérgica. La intuición se ha conver­tido ya en inteligencia: los niños de la revolución se han hecho hombres!”.

Los patriotas no se or­ganizaron en esta ocasión, como había sido la tradi­ción de las luchas emanci­padoras cubanas, en torno a una figura, ya fuese mili­tar o civil. En los Estatutos secretos del Partido se es­tableció que este funciona­ra por medio de las asocia­ciones independientes, que eran las bases de su autori­dad, de un cuerpo de con­sejo constituido en cada lo­calidad con los presidentes de todas las asociaciones y de un delegado y tesore­ro electos anualmente por ellas. Existía la rendición de cuenta y esos dos cargos podían ser revocados. La participación directa, per­sonal, del delegado en las actividades de los clubes y cuerpos de consejo garan­tizaba su vinculación con las bases.

El Apóstol ganó por mérito propio el lideraz­go de aquella contienda que estuvo preparando durante casi 20 años sin descansar ni dejarse ami­lanar por los obstáculos; juntando voluntades; or­ganizando a los emigra­dos; agrupando a los com­batientes de la Guerra de los Diez Años; convocan­do a las nuevas genera­ciones a empinarse ante el nuevo llamado de la Patria; haciéndole frente a las corrientes autono­mistas y anexionistas.

Fue una tarea colosal que desarrolló a golpe de inteligencia, convicción, razón y pasión revolucio­naria, desbordada en una oratoria convincente que inflamaba de patriotismo los corazones.

Y ese formidable e in­discutible liderazgo se re­sumió en la palabra De­legado, para lo cual fue electo de 1892 a 1895.

“Los partidos políti­cos que han de durar; los partidos que arrancan de la conciencia pública; los partidos que vienen a ser el molde visible del alma de un pueblo, y su brazo y su voz; los partidos que no tienen por objeto el be­neficio de un hombre inte­resado, o de un grupo de hombres, —no se han de organizar con la prisa in­digna y artificiosa del in­terés personal, sino, como se organiza el Partido Re­volucionario Cubano, con el desahogo y espontanei­dad de la opinión libre (…) a veces, esperar es morir. A veces, esperar es vencer. Y esto ha sucedido en el Par­tido Revolucionario Cuba­no”. Así definió el Apóstol el período gestacional del nuevo instrumento para la lucha independentista.

Su alcance iba más allá de la conquista de la liber­tad de Cuba y Puerto Rico, porque concebía este propó­sito como una contribución al futuro de las naciones latinoamericanas al impe­dir a tiempo las intenciones expansionistas del naciente imperio estadounidense.

Este objetivo había teni­do que manejarse “en silen­cio y como indirectamente” le escribió Martí a su amigo Manuel Mercado, porque “hay cosas que para lograr­las han de andar ocultas”. Mas no dudó en confesarle: “Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”.

Era una nueva etapa de lucha, como se consignó después en el Manifiesto de Montecristi, conducida por aquel formidable instru­mento aglutinador y orga­nizador que fue el Partido Revolucionario Cubano, ca­lificado justamente como la creación ejemplar de José Martí.

Acerca del autor

Graduada de Periodismo. Subdirector Editorial del Periódico Trabajadores desde el …

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