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Francisco Javier Ferrer Sarría: Un siglo después

Trabajo en la Prov de Cienfuegos .Entrevista a:Chita ex boxeador profesional en los añoa 1940 del siglo XX.15 de Febrero 2022Foto José Raúl Rodríguez Robleda

Lo confieso. Jamás había iniciado un trabajo con tantas dudas. Es temprano y ya me duele la cabeza. Creo saber por qué. Todavía no he tomado café. Así que me desperezo y subo al auto con dos ideas: cafeína y… ¿no habrá sido otro estéril ataque de fe venir hasta aquí? De la cafeína me encargaré más tarde. De lo segundo no tengo respuesta.

Entrevista a Chita ex boxeador profesional en los años 1940 del siglo XX. Foto: José Raúl Rodríguez Robleda

Sí, usted lo sabe, me acosa la duda. Esa dentellada que encadena y paraliza… Ya hace tres horas que ha amanecido y el día goza de una lozanía impoluta. El calor azota y el sol atraviesa mis párpados, formando en las pupilas encendidos círculos rojos. De los árboles que escoltan el camino se desprende de vez en cuando una brisa fresca, que me hace sentir como un vagabundo sin ataduras. Lo siento, lo había olvidado, voy al encuentro de Chita, perdón, de Francisco Javier Ferrer Sarría. Una bendición para quienes perseguimos leyendas ocultas. Ha vivido más de un siglo, y ojalá esté listo para conversar sobre su vida… Al fin lo tengo frente a mí. Callado y enraizado a un sillón en la sala de su casa. Luce como un orgulloso y sabio roble… ¡Ah, le comento! A este hombre el destino, el azar o la necesidad le cosieron los viriles mandamientos del boxeo en su alma convirtiéndolo en su fin absoluto. ¡Silencio por favor!, su voz me llega como un murmullo. Gracias por escucharlo…

“Nací en la colonia de la Josefa, en Caonao allá por 1921. Soy el tercero de 10 hermanos, y de niño jugaba mucha pelota. Mi familia era humilde y yo era el guapo del barrio. Me respetaban”, dice mientras cierra los ojos, y permite que entre palabra y palabra transcurran algunos segundos, que se antojan eternos.

“En mi barrio había peleas. No perdía ninguna. Era un tiempo duro. Tuve que dejar la escuela y trabajar como estibador en los muelles de Cienfuegos. Después pasé a los Ómnibus Menéndez donde ganaba muy poco”.

Inclina la cabeza. No emite sonido alguno. Permanece inmóvil. Creo que duerme. A sus pies un gato de extraño pelaje amarillo libra una pequeña batalla con los cordones de sus zapatos. Un brusco movimiento mío sella la acción, y el gato se aleja como si de pronto se hubiese acordado de una tarea importante.

“Dile como empezaste en el boxeo, papá”, le pide su hija Teresa Ferrer, quien sentada a su lado asegura la necesidad de hablarle alto. Él la mira y mueve la cabeza a un lado como si esperara que le susurraran un secreto.

“El doctor Saturnino Ortega”, afirma y suelta una risa débil antes de hacer una pausa para continuar excavando en el pasado. “Tenía un ring en el patio de su casa. Sus hijos practicaban allí. Vio como les pasaba por arriba a muchachos que tenían más libras que yo. Me dio un chance”.

“Tómense un café”, nos indica María Julia, la señora que lo cuida.

“Es mi novia”, le interrumpe Chita, casi con un siseo y delineando una sonrisa inmensa, que deja al descubierto la oscuridad de sus encías, hasta el punto de hacerlo parecer un niño pequeño. Impresión acentuada por la punta de la lengua que deja asomar entre sus labios.

Tomo el café. Le doy un buen sorbo, y casi sin querer suelto un ahhh de placer. Me disculpo. Lo que hace la cafeína digo alzando la taza. Él me observa ¿queda café?, pregunta y los puntiagudos pelos de sus blancas cejas cobran vida. ¡Ya tú tomaste, papá!, expone la hija en voz alta.

Él asiente y cruza las piernas cuidadosamente, como si tratara de no estropear el lindo panta lón azul del mono deportivo que viste.

“El doctor Ortega me quería”, continúa mientras su mirada busca en el fondo de mi taza como si contuviese un premio. “Me llevó al exboxeador Divino Rueda que empezó a entrenarme en serio”.

Otra vez cierra los ojos. Apoya los codos en los brazos del sillón buscando comodidad. Se pasa la lengua por las comisuras de la boca. Teresa lo mira como diciéndole: “Por favor papá habla más”. Ella se levanta y trae un montón de fotos viejas y recortes de periódicos. Se los coloca sobre las piernas y le dice “háblale de tus combates”.

Él abre un solo ojo, como un niño asustado. Después abre los dos. Acaricia las fotografías y continúa con un tono suave. Casi apacible.

 

Foto: Cortesía del entrevistado

“Mi primera pelea de verdad fue con Genaro González. ¿Lo noqueé en el Frontón en…?”, afirma y busca con sus ojos la ayuda de su hija. “Fue en 1945”, certifica ella trazando con sus apretados labios algo parecido a una sonrisa. “Síííí”, susurra él, acariciándose su maltrecho y canoso bigote. “Cuando el locutor gritó Kid Chita es el ganador sentí mucha alegría”.

Necesita descansar. Entrecierra los ojos. Se asemejan a dos bolitas negras, achicados por la pesadez de sus centenarios párpados.

Pasan varios minutos. Los aprovecho para repasar roídos recortes de prensa de la época. Destacan que luego de fulminar a González se impuso a Manuel Álvarez y Baby Quero por nocauts…

Otra vez me sirven café. Con avidez lo tomo. Noto que se me queman los dedos de las manos. ¡Los vicios son así! Casi suelto la taza sobre una mesita. Derramo un poco en el piso. Hago una mueca de disgusto. Pido disculpas y camino hacia la puerta de la calle…

La brisa me refresca. Un hombre robusto, de unos 60 años. Con una barrigota que asoma entre su pecho y el cinto, y con dos arrugas profundas y tristes que le bajan desde la nariz hasta la boca, me pregunta, como si me conociera, y tuviera miedo de que no le dejara terminar la frase, sobre el resultado del más reciente juego de los Elefantes de Cienfuegos en la Serie Beisbolera.

Le contesto que no sé, mientras una mujer de unos treintaitantos años pasa frente a nosotros balanceando sus muy torneadas caderas.

¡¡¡Fiiuuu-fi!!!, le silba él, y por fortuna se olvida de mí. La contempla. Ella se aleja y le lanza una mirada que quema, aderezada con par de palabras que hieren. Acelera el paso y sus altos tacones repiquetean coquetamente, como un ave que revolotea en la época de celo…

Teresa me llama. Chita está listo… Se levanta con ayuda y un suspiro casi eterno. Desea una foto para el recuerdo. El fotorreportero Pepe Robleda bromea con él. Le pide que pose como en sus tiempos de púgil… Lo percibo alto, de manos grandes y con dedos largos y finos, como los de los músicos que tocan el piano.

“¿Peleó ante alguien famoso y de calidad?”, le pregunto en voz alta y casi con pena. Me mira fijamente. ¿Se habrá disgustado? Cambia ligeramente la posición de sus piernas, y dice con enorme lentitud. “Peleé contra Baby Caché y Wilfredo Miró. Una fue tablas y la otra la gané, eh mi muchachita”, le señala con un guiño malicioso a María Julia, que le contesta con una sonrisa bailando en su rostro.

“Fui campeón nacional semiprofesional en las 130 libras en 1945”, prosigue y permanezco quie to, con temor de romper su buena racha verbal.

“El doctor Ortega fue mentor y padrino mío. No aceptó contratos para que peleara contra otros boxeadores más curtidos. Pagaban poco. Me cuidó. Creo que en 1947 dejé el boxeo”, asevera y las arrugas de la cara, recubierta de perlas diminutas de sudor, se le estrían como un pergamino, tal vez por el esfuerzo de volver a sentarse en el sillón.

“Regresé a trabajar a los muelles como estibador y después seguí en la construcción, de albañil. Necesitaba más dinero”.

Le observo y espero a que diga algo más. Al ver que no lo hace, pregunto: ¿Por qué le dicen Chita? Suelta una carcajada débil y mira hacia una pared blanca con varias rozaduras y casi desnuda, a excepción de dos pintorescos rostros de yeso de indios que nos miran fijamente.

“Siendo un muchachito estaba viendo una película de Tarzán en el cine. Empiezan a perseguir a la monita Chita. Me paro y grito: ¡Corre Chita corre! Uno me lo repitió después y casi le rompo la cara, pero se me quedó el mote”, puntualiza, mientras vuelve a reacomodarse en el sillón, y se mira las palmas de sus huesudas y arrugadas manos como si escondieran algo envidiable.

Foto: José Raúl Rodríguez Robleda

Nos sumergimos en añejos papeles y fotos. Compartimos otros recuerdos. En todos están presentes la dedicación y el amor por la familia. Su activismo en el deporte. Su pasión por el boxeo, que seguirá seduciéndole con esa voluntad que le enamoró…

El aire comienza a saturarse de olor a grasa para freír. Nuestro protagonista lo percibe y tose sin perder la compostura. Lanza otra miradita pícara a María Julia, mientras ella con cuidado le ayuda a tomar un poco de agua…

Teresa le limpia con un pañuelo claro dos manchitas blancas que se han formado bajo su labio inferior, casi paralelas a las comisuras de los labios. Él entrecierra los ojos. Lleva el mentón hacia su pecho. Se enraíza más en el sillón, y sigue fiel a su mundo, y a esas memorias que corren silenciosamente por sus centenarias venas.

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