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¡Hubo Festival!

Pese a todos los molinos de vien­to hubo Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Con menos salas, con una programación más reducida, con menos público. Pero hubo Festival.

El éxito mayor de esta edición fue la permanencia, la continuidad de una cita que ha marcado, como pocas de su tipo en la región, el de­venir del cine latinoamericano.

En este continente se hace un cine que muchas veces debe competir con las producciones de una industria hegemónica. Ese cine —comprometido con su contexto, de marcada vocación estilística, de altísimo vuelo estético— es un arte de resistencia.

El Festival sigue siendo plata­forma privilegiada para tal movi­miento, por más que haya limitado su magnitud.

Más de cuatro décadas después de su primera edición la cita es to­davía espacio de confluencia de creadores emergentes: directores, actores, guionistas, diseñadores que se abren paso en un panorama com­plejo desde todos los puntos de vista.

Eso hay que defenderlo. Es pre­ciso porque ha contribuido a formar un público para el cine, en todas sus calidades e implicaciones, en tiem­pos de apabullante banalización de ciertas expresiones del arte.

La estructura del Festival ha cambiado. Se ha renovado en buena medida, ha marchado con los tiem­pos. Es natural. Se han modificado también los esquemas de acceso, de producción, de realización.

Lo que no ha cambiado es el es­píritu primigenio del encuentro.

Esta edición del Festival ha honrado una tradición, porque la calidad de las propuestas —en com­petencia o como parte de disímiles panoramas— no ha sufrido menos­cabo si se compara con las de años anteriores.

Por supuesto que habrá especta­dores que extrañen la magnitud de ediciones pasadas, el alcance de una cita que devenía fiesta de toda una ciudad. Son otros tiempos, y la pan­demia ha impactado. Pero lo más importante es preservar esa apuesta de profundo calado cultural.

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