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Un profesor en los surcos

“Quiero tener un futuro aquí”. Dice el joven, y lo miro fijamente a los ojos, en el juego de claros y sombras que se proyectan bajo el ala del sombrero y las ramas. El entorno es agreste, requiere total consagración, e Ignacio Lorenzo Delgado construye una nueva vida en la agricultura sobre otra que tiene ya hecha.

 

 

No es de extrañar dada su juventud y su arrojo; difícil de creer al conocer el antes y el ahora. En la Empresa de Cítricos Ceiba, de Caimito escucho hablar del profesor; al entrar en los predios cultivados siguen diciendo de él, por lo que atravesamos el polo productivo para, casi al final del largo recorrido, avistar la finca.

Relucientemente verde y roja con pespuntes blancos pudiéramos decir, por los postes pintados con cal. Un tractorcito azul, parecido a un juguete delató su presencia; entre los surcos avistamos a un hombre echando granos en la tierra: era Ignacio padre, y de entre el platanal salió su hijo.

Llegué creyendo que encontraría a un profesor de agronomía, con título o experiencias para transmitir a los demás, a un sabio de la tierra, mas tenía ante mí a un licenciado en Cultura Física con cincos años de andar entre niños, enseñando posturas y ejercicios, valores y optimismo.

 

 

Los dos Ignacio, padre e hijo, hacen un binomio perfecto, pues el viejo (como le llama el menor, aunque solo tiene 61 años) ha sido campesino toda la vida y permutó su tierra, allá en San Antonio de los Baños por otra al lado de las que tiene en usufructo su retoño, para juntos arar los surcos de esta nueva travesía.

“Le transmito mis conocimientos y mañas sobre agricultura y él, que es muy dinámico, capaz y trabajador aprende con facilidad”, dice en un alto que hace en busca de más granos, y tengo la certeza de lo que dice, porque el muchacho se ha pegado al especialista que me acompaña y le saca conceptos, técnicas, consejos y asesoría de cómo hacer una finca mejor.

El profesor tiene la tierra, simientes, el tractor y una bomba para extraer agua del subsuelo (las dos últimas traídas de la antigua finca), pero no hay pozos para instalarla y los cultivos están necesitados del regadío, algunos pudieran marchitarse.

Aún así, Ignacio sabe y confía en que cuando lleguen los financiamientos del Fondo para fomento agropecuario asignados a la empresa, priorizarán esos equipos e insumos imprescindibles al proceso agrícola, pues en la zona se deben sembrar 300 hectáreas de yuca para el abastecimiento a la capital y a la industria.

En la conversación con el especialista, Ignacio, el profesor, habla de su interés por construir casas rústicas para cultivos protegidos, que le permitirían diversificar las producciones y obtener algunas de las que tienen mercado en el sector del turismo y la exportación. ¿Pensando en grande el muchacho verdad?

A solo un año de haber “colonizado”, dado nombre a la Finca La Cuchilla (16,5 hectáreas), y ser el último de los usufructuarios que llegó al polo productivo, en la Unidad Empresarial de Base 24 de Febrero están a punto de recoger yuca y maíz, hay cocos y plátanos paridos, al igual que ajonjolí y quimbombó, mientras los granos emergerán del suelo para arrimar otras cosechas.

A Ignacio Lorenzo Delgado, el profesor, le gusta “ver todo limpiecito”, que estén chapeados los linderos, los bordes de las carreteras y las guardarrayas, aunque tenga que adquirir cada litro de petróleo a 25 pesos en el Cupet, porque no tiene otra forma de hacerlo para mantener los alrededores como quiere.

 

 

 

“Siempre quise tener una tierrita, y si un día tengo agua potable, hago una casita rústica y me mudo a la finca”, total, como dice el dicho, si él llega a las 5 am y atraviesa los cuatro kilómetros de regreso al hogar cerca o pasadas las 6 de la tarde, pero con ello se quitaría de encima la guardia que tienen que hacer a los cultivos para evitar que los malhechores roben sus frutos.

“Estoy medio fundío. Tengo obsesión con avanzar; aquí hay 250 surcos que yo mismo guataqueé, arranqué cada planta del Don Carlos (hierba dura y difícil de controlar) y lo recogí en sacos para sacarlos de la finca, pero la limpié.

“No tengo miedo”, afirma en la despedida, pero justo frente a la puerta de entrada, al comenzar el platanal, me detengo a observar una estaca, en cuya parte superior hay enredada una cinta roja. “Eso es cosa de mi abuela, que a cada rato viene por aquí y santigua los cultivos”, y lo dice con esa humildad que se le da tan bien a los guajiros, incluso a él, un joven que trastocó su vida tras el sueño de “una tierrita”, y lleva en el alma sus dotes de educador.

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