Un banquete para el crítico artista: diálogos de Platón a Oscar Wilde (+ Fotos)

Un banquete para el crítico artista: diálogos de Platón a Oscar Wilde (+ Fotos)

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¿Elegir la forma del diálogo?, esencial en El Banquete (siglo IV a. C.), de Platón, filósofo de la Grecia Antigua; ¿existe modo de evitar la polémica?, imposible para El crítico artista (siglo XIX), del escritor irlandés Oscar Wilde.

La verdad no recomiendo ni a Platón ni a Wilde para tener una “conversación agradable”. Ese espacio en ellos es otra cosa, compromete, implica resistencia,  disenso en búsqueda creadora.

Si bien la estructura dialógica en sus textos es consustancial a lo que pretenden estos escritores ―activar el pensamiento crítico―, hay diferencias notables en el modo.

En El Banquete es compleja esa estructura, profundidad en el paisaje, persuade por el tono: Apolodoro y Amgo conversan sobre un debate del que Apolodoro tiene detalles por referencia de un tercero, Aristodemo, quien a su vez solo fue testigo (o sea que Amgo es un narratario de un narratario).

Siguiendo esa cadena, como en el ejercicio de pasar un secreto de oído en oído a ver qué se conserva al final, nosotros quedaríamos muy distantes (en todos los sentidos) de lo que se dijo o cómo se dijo, sin embargo, no importa; a fin de cuentas, hay temas universales ―como el amor― sobre los que ni siquiera hoy nos pondríamos de acuerdo.

Y por otra parte, los comensales al banquete han sido cuidadosamente escogidos para garantizar los contrasentidos que nos enganchen desde el primero hasta el último: Fedro; Pausanias; Erixímaco; Aristófanes (popular dramaturgo de la época, conocido por sus comedias, en especial Las Nubes, en la que se burla de Sócrates); Agatón (anfitrión, celebra su victoria teatral en las fiestas Leneas); y Sócrates, el elogio de este a Eros es a partir de las enseñanzas que le dio una sacerdotisa, es decir quien habla por sus labios es Diotima, él lo que hace es recordar ―esencial en Platón―.

Sócrates ha sido elegido por los demás para concluir las exposiciones, se confía en sus dotes de orador. No obstante, Platón agrega a un sexto personaje que irrumpe de forma aparatosa, Alcibíades (enamorado y no correspondido de Sócrates), quien resulta un giro arriesgado, mas eficaz como cierre.

En el ensayo de Wilde solo participan dos personajes que alternan, y la escena tiene lugar en un espacio más íntimo: la biblioteca de la casa (imagino un estudio a media luz con inmensos anaqueles de roble empotrados, y un peculiar olor a madera). Allí, mientras Gilbert toca el piano, Ernest hojea unas Memorias que funcionan como pretexto para iniciar hablando de biografías, y terminar cuestionando (el quid del diálogo) lo que la literatura y la crítica de arte son, ¡vaya tema!

En El crítico artista Ernest es el provocador (siempre habrá quien juegue este indispensable rol), él propone al opinar; en tanto Gilbert despliega el argumento, convence a su interlocutor (mediante un diálogo discursivo y casi a lo Sherlock Holmes, en el que un personaje lo sabe todo y el otro prácticamente nada). Así, por ejemplo, ante la afirmación de lo inútil de la crítica de arte ―pues según su amigo en los mejores tiempos del arte no había este tipo de crítica, los griegos no la tenían― la refutación abre la reflexión.

“Mi querido Ernest, aunque no hubiese llegado a nosotros ningún fragmento de crítica de arte de los tiempos helenos, no por eso sería menos verdad que los griegos fueron una nación de críticos de arte y que han inventado esa crítica, como todas las demás, por supuesto. ¿Qué es lo que debemos, ante todo, a los griegos? Pues sencillamente el espíritu crítico”.

Concepto este fundamental en Platón y Wilde: el espíritu crítico (el que les permite mover esos ensayos), que, si bien pudo tener significaciones específicas en una época determinada, para los antiguos, para los del siglo XIX; o pareciera destinado solo a unos pocos entendidos; lo cierto es que es difícil desligarnos de su potencia… hagamos lo que hagamos.

¿Acaso es posible vivir sin emociones estéticas (sobre todo hoy), sin ejercer el derecho (y deber) del criterio ante lo que nos conforma, con lo que lidiamos en la cotidianidad?; ¿no hay un anhelo por transformar en acto de presencia nuestra relación con la literatura, el arte, la vida toda?

Sin duda, en cada texto hay parlamentos puntuales y memorables sobre los temas en debate, desde distintos ángulos; de esos que tenemos que releer no para enojarnos o complacernos, como diría un crítico, sino para entender (en primera instancia).

En ese sentido citaría de El Banquete uno de los discursos que más disfruté, el de Aristófanes y el mito (apenas refiero el comienzo) que usa para explicar su tesis: “(…) primero, es preciso que conozcáis la naturaleza humana y las modificaciones que ha sufrido, ya que nuestra antigua naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente. En primer lugar, tres eran los sexos de las personas, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que había, además, un tercero que participaba de estos dos, cuyo nombre sobrevive todavía, aunque él mismo ha desaparecido. El andrógino, (…)”.

A partir del mito del andrógino recrea una concepción del amor ―esta figura le permite aludir a las diferentes relaciones amorosas, homosexuales, heterosexuales, bisexuales― como aquello que nos devuelve íntegros (como la búsqueda de lo que nos falta).

Lo atractivo de cada una de esas intervenciones es que son una especie de fuego cruzado, y nos permiten tener no solo una idea de lo que significó para los griegos, para Sócrates, o Aristófanes, o Agatón, sino que interpelan: cómo pensamos el amor, desde que origen o efecto, cuáles prejuicios o deseos…

En El crítico artista me quedo con esta sentencia: “(…) la crítica elevada es, en realidad, el relato de un alma”, que luego Gilbert ilustrará, entre otros, a través de un cuadro que todos conocemos, La Gioconda, pero ahora nos hará “mirarlo” desde otros ojos, no los suyos o los nuestros, sino desde el espíritu creador que permite leer la obra y devolverla nueva, recién creada, retorno en progresión que nos eterniza…

“¿A quién le preocupa que mister Pater haya puesto en el retrato de Monna Lisa cosas que no soñó nunca Leonardo? (…) cada vez que paso por las frescas galerías de Louvre y me detengo frente a esta figura extraña (…) me digo en voz baja: «Es más remota que las rocas que la circunda; como el vampiro, ha muerto varias veces y conoce los secretos de ultratumba, se ha sumergido en profundos mares y conserva a su alrededor la luz indecisa de esos parajes; ha vendido extraños tejidos con mercaderes orientales; fue, como Leda, madre de Helena de Troya, y como Santa Ana, madre de María; y todo eso le importó tan poco como el sonido de las liras y de la flauta; y sobrevive tan solo en la delicadeza de los rasgos cambiantes y en cierto tono de los párpados y de las manos»”.

Platón y Wilde ―tras leer sus diálogos― nos sueltan de pronto, como en el juego de la gallinita ciega, pero aquí luego de muchas vueltas, más que empujarnos hacia los otros, nos quitan la venda de improviso frente a ellos. Comprendemos que debemos decirles algo —tenemos esa necesidad— que nos mueva al límite, tensar lo ya dado con la certeza del irreversible río, pero con la terquedad de bordearlo hasta el océano.

Hemos sido invitados o arrojados a un banquete, el del día a día, en el que el crítico artista que somos precisa despertar.

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