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El hombre siempre tiene dos hambres, así cuentan Alberto Guerra y Onelio Jorge Cardoso

Un hombre debe desesperarse por otro, y es inevitable no desesperarse con los personajes de estos cuentos de los escritores cubanos Alberto Guerra (1963), Maldita circunstancia, de su libro El pianista del cine mudo; y Onelio Jorge Cardoso (1914-1986), El caballo de coral, que aparece en varias antologías de nuestro Cuentero Mayor.

¿Un negro del reparto Flores que quiere surfear en plena Habana (Maldita circunstancia, guiño a Virgilio) y un tipo con dinero que paga a unos langosteros para ver un caballo rojo galopando en el fondo del mar (El caballo de coral)? Cómo se acomoda eso si tiene toda la pinta de imposible… de ¿locura?  Desde el inicio hay algo más en juego, mucho más.

En ambas historias ―que atrapan, pues Alberto Guerra y Cardoso son narradores natos― el mar, ese inevitable; y lo tragicómico, individuos ridiculizados por los otros, sin embargo, más que provocar risas, sobrecogen.

El Vikingo ―no al estereotipo― es el apodo (cierta ironía y carácter desde el nombre) con el que el narrador testigo identifica al protagonista de Guerra. El referido Vikingo es un tipo como cualquiera, casado, bebe ron con los amigos del barrio; pero… (ahí su genial particularidad) sueña con surfear, a contracorriente de sus circunstancias, incluso, aunque su esposa o sus propios socios no lo entiendan.

“Eso es cosa de yumas, de rubios, de gente con plata. Vas a tener que largarte a Hawái, a las costas de California o de Australia. Las boberías del primer mundo cuestan caras, mi socio. Tu tabla es mierda, hecha de simple poliespuma. Somos cubanos. Además, quién ha visto a un negro surfeando, compadre”.

Onelio Jorge Cardoso

Similar reacción provoca el personaje que en la historia de Cardoso busca El caballo de coral. Su necesidad de “ver” más allá ―posible solo a los que “tengan ojos”― termina siendo para Lucio, el langostero que nos lo cuenta, como un fuerte golpe de viento en pleno rostro, sobre todo a partir de la llegada al Eumelia (desvencijada embarcación en la que pesca) de aquel sujeto que paga con el incomprensible propósito de mirar el fondo del mar.

“(…) cuando un hombre coge un derrotero y va echando cuerpo en el camino ya no puede volverse atrás. (…). Eso habíamos creído siempre, hasta que vino el quinto entre nosotros y ya no hubo manera de acomodarlo en el pensamiento”.

Onelio usa igual punto de vista espacial que Guerra: bien eficaces estos narradores que dan a su testimonio el cuestionamiento preciso para que les creamos, sabemos que ellos quieren creer como nosotros, también lo necesitan.

Y nos hacemos la misma pregunta que Lucio, ¿un sujeto que se pasa el día tumbado en la proa mirando el fondo del mar?: “―Mongo, ¿Qué quiere? ¿Qué busca? ¿Por qué paga?”.

Y aunque la pregunta no es nada del otro mundo ni de este, la respuesta sí, queda puesta ahí para surfearla, un salto de trescientos sesenta grados, cuyo riesgo queremos asumir; aunque, claro, para algunos será más fácil soltar cualquier estúpida burla. “Antes yo me reía siempre con las cosas de Vicente, pero ahora aquellas palabras eran tan por debajo y tristes al lado de la idea de un caballo rojo, desmelenado, libre (…)” (El caballo de coral).

La respuesta te impulsa a entrarle a la ola de cinco metros de altura, buscar el envés de la espuma y dejarte fluir de otro modo, en otro sitio, donde surfear sea “(…) algo más que arrastrarse en la humedad del pavimento colgado de una guagua, algo más que descender por las peores barandas de los edificios, algo más que saltar incómodas alturas sobre las patinetas” (Maldita circunstancia).

 

Alberto Guerra

 

Un acto de fe para esos días en los que, por repetidos, solo se piensa en el pan escaso, sin ánimos de conversar sobre cosas de cualquier mundo, porque únicamente se dispone de una endeble tabla de poliespuma y la maldita circunstancia del agua por todas partes.

Para que, en esos días, mientras más vueltas le des a las ideas, más fija se te haga una sola: aquella de que un caballo de coral o una gran ola puedan aliviar el hambre, que en el hombre siempre son dos.

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