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RETRATOS: Simplemente, María

A veces, desde el balcón de la casa, la veo pasar por la calle, en los trajines del mercado o de la bodega. Anda algo despacio, con hidalguía, no obstante, sus 80 años y toda una historia que la ha marcado y la ha hecho ser una mujer fuerte y osada. Su nombre es Maria Regla Ferro Fuente, pero la gente la conoce simplemente por María.

 

Foto: Agustín Borrego

 

Una parte de su niñez fue entre La Habana y Matanzas. “Mis padres se conocieron en Jovellanos, él era habanero e iba a visitar a sus abuelos que tenían una finca”. De ese amor, nació ella el 27 de noviembre de 1940.

“Mi mamá vino para Las Yaguas, un barrio insalubre en el reparto Luyanó. Ahí la gente llegaba y cogía un pedazo de tierra y construía una casucha con lo que apareciera. En tiempo de zafra nos íbamos para Matanzas, y con siete años hacía algunas labores, como apilar caña…eso duraba unos meses, el dinerito que se ganaba ya estaba empeñado con las deudas, después venía el tiempo muerto. ¡La vida del guajiro no era fácil! Mi mamá también cosía, pero le pagaban unos quilos.

“Yo tuve algo de suerte, porque la familia de mi papá tenía mejor situación, viví un tiempo en su casa y pude estudiar. Prácticamente crecí en una escuela de monjas en Santa Galicia, ahí estuve hasta sexto grado; luego estudié en la Escuela Normal”.

Confiesa que desde los 16 años entró en la religión yoruba. “Era asmática, me faltaba mucho el aire; tampoco fijaba el hierro y mi mamá, quien ya tenía hecho Yemayá, buscó todos los caminos para mi mejoría”.

María mira el pasado de su barrio y lo recuerda con cariño: “Las Yaguas era de gente muy pobre, pero había una confraternidad muy grande, se compartía todo; existían personas buenas y malas como en todas partes. El respeto primaba. Recuerdo que yo estudiaba inglés y llegaba sobre las 10 y 30 de noche, tenía que bajar por un terraplén, y los muchachos me acompañaban y cuidaban hasta la casa”.

Con el entusiasmo de la juventud, recibió en 1959 el triunfo de la Revolución y fue fidelista por siempre. El proceso le dio oportunidad de seguir estudiando y aprendió todo lo que pudo “porque siempre he dicho que el saber nunca está de más”.

Otro de los sucesos que rememora es haber participado en la construcción del barrio Raúl Cepero Bonilla, en el municipio del Cerro, hacia el que trasladaron parte de los habitantes de Las Yaguas. “Las familias trabajaron en la construcción de sus casas. En ese momento, ya yo estaba casada con Carlos Iglesia Álvarez y ambos veníamos los fines de semana para ayudar a mi mamá y a mi papá, quienes recibieron uno de esos hogares, impulsados por el Comandante Ernesto Guevara. “El Che hizo mucho trabajo voluntario aquí, era un hombre especial, serio; escuchaba a todo el mundo, por muy humilde que fuera. Un día le trajeron café y el expresó que, si no había para todos los que estaban laborando, tampoco para él”, apunta.

Asegura que antes los negros eran muy discriminados. “Lo más que podíamos ocupar era un puesto de maestro; ni en bancos ni en tiendas. Yo estudié enfermería en el antiguo hospital Reina Mercedes, que estaba donde se encuentra ubicado Coopelia, también, trabajé mucho en gastronomía, tratando de obtener un poquito más de dinero para ayudar a mi familia. Estuve en El Cochinito, luego El Carmelo y también estuve en la juguera de Vía Blanca, entre otros sitios, los directivos. Hice cursos de administración, de cajera…, también fui un tiempo secretaria de sección sindical”.

A los siete años se hizo novia del hombre con el que estuvo casada 68 años. “Él era bueno, muy trabajador, fue mecánico de motor y fuselaje en la base aérea de San Antonio de los Baños. Estuvimos juntos hasta que la muerte nos separó; enfermó y lo cuidé durante años. Nos conocimos de niños. Él vivía en Pinar del Río y venía a La Habana a visitar a sus abuelos. Como cosa de muchachos, dijimos que éramos novios y se mantuvo la palabra.  Tuvimos dos hijas, Norka y Yaquelín, e hicimos el pacto de que ellas no iban a pasar los trabajos por los que transitamos nosotros, que estudiarían y aprovecharían las oportunidades que se les daba.

“Con mis hijas íbamos a las escuelas al campo, y yo apoyaba en la cocina. Las dos se graduaron, una llegó a teniente coronel de las FAR y la otra es abogada”, manifestó, orgullosa de la familia que construyeron.

 

Foto: Agustín Borrego

 

Para ella, Cuba lo es todo. “Aquí tengo mi religión y mis santos. Pudiera viajar; ir a otras partes, tengo ahijados en varios países, pero nunca me he querido ir, aquí están nuestras amistades, vecinos, mis raíces”.

Se lamenta, porque hoy muchos jóvenes exigen a sus padres ropa y zapatos de marca… y “antes no era así, mis hijas eran felices con los zapatos plásticos o alpargatas; en el período especial comíamos arroz con fideos, nunca fueron a La Tropical, pero se hicieron licenciadas”.

Aunque se retiró a los 53 años, de nuevo volvió a incorporarse en el policlínico Antonio Maceo, donde estuvo mucho tiempo, ahí estuve hasta que me retiré por segunda vez, pasado los 70.  No obstante, la vejez, no dejó de superarse. “Hasta pasé la Universidad del Adulto Mayor”.

Comenta que subieron un poco más el salario de los jubilados, pero comprar un aguacate cuesta el triple de lo de antes; “preferiría que todo viniera por la libreta porque ya no estoy para hacer colas, mucho menos con la Covid-19”.

Ahora se le ve menos, está consciente de que, ante la pandemia, la mejor medicina es la protección; pero María, la abuela guerrera, que vive orgullosa de sus ancestros lo apuesta todo por su Cuba.

 

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