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Rolando Acebal: El magisterio de los puños

Hay quienes profesan un poderoso vínculo ha­cia su trabajo. Es una lealtad incondicional, casi familiar. De sangre. Un sen­timiento de gratitud hacia esa semilla que sembró el destino, el amor o la tenacidad. Una de esas personas es Rolando Acebal. Su historia se puede escribir de dife­rentes maneras. Narrada por cada uno de los que le rodean en el día a día.

Foto: José Raúl Rodríguez Robleda

Dicen que si de boxeo se trata lo tiene todo claro: la táctica, el es­tudio del rival. Cuentan también que cuando el sueño lo visita le susurra algunas de las ideas que mantienen a los púgiles cubanos entre los mejores del mundo…

“Soy de Guantánamo, de Rea­lengo 18. Guajiro y a mucha hon­ra”, nos refiere con tono humilde mientras percibe el aroma de la tierra y cómo el viento le murmura confidencias a las copas de los ár­boles, que responden con el susu­rro de sus ramas. Las hojas caídas, de diversas tonalidades de verde y mustio gris crean una crujiente alfombra, que escoltan nuestros pasos en la finca Holveín Quesada, cuartel general de la selección na­cional.

“A los 13 años me bequé en Santiago de Cuba. Allí empecé a entrenar con toallas, cosas de muchachos”, aclara, y en su sem­blante se dibujan las facciones de tiempos felices. “Un año después —prosigue— marché hacia la Epef (Escuela de Profesores de Educa­ción Física), de Holguín. Fue un período de estudio y práctica, no de alta competencia.

“Me gradué de entrenador en 1978. Ya son más de 42 años de la­bor”, asevera con el orgullo mar­cado en el rostro. “Primero con los escolares, más adelante en la academia provincial guantaname­ra, de la que soy fundador, y desde donde contribuí a la formación de varios campeones. Luego fui pro­movido como jefe de entrenadores al equipo nacional…”.

Los rayos del sol atraviesan con su filo la frondosidad de los árbo­les. Crean coloridas fajas brillantes, las cuales, al tocar con su ardor la tierra húmeda, son las aliadas per­fectas de un grupo de pájaros de co­lor marrón oscuro, que con aspecto nervioso y furtivo libran su particu­lar festín contra los insectos. ¡Todo un espectáculo de supervivencia!

“Jamás imaginé que ocupa­ría este cargo”, expresa nuestro protagonista devolviéndonos a la realidad y ajeno a la batalla que se origina en el suelo. “En el 2009, durante un evento en Camagüey, me citaron para venir a La Haba­na. Escogieron a distintos compa­ñeros. Fui el elegido. Es mi éxito más preciado”.

Acebal se mueve rápido. Ca­mina erguido, eso le hace parecer más alto y atlético. Luce un pe­lado militar, lo que acrecienta su aire de hombre recto y tenaz.

Siéntense, nos dice, y entra­mos a su oficina. Es algo pequeña y sin apenas retratos ni cortinas; pertrechada con unos cómodos butacones de rojo pálido. “Asumir esta responsabilidad fue com­plicado”, aclara, las arrugas de su rostro cobran vida y agudeza. “Entre el 2007 y el 2008 el boxeo cubano sufrió un ligero descenso. Lo encaramos con responsabili­dad y valentía. Recibí el apoyo de otros colegas y autoridades, sin soslayar que tenía una sólida tra­yectoria laboral”.

Se acomoda en su escritorio. Organiza papeles repletos de ano­taciones. Echa a un lado un par de bolígrafos. Se desabrocha el cuello del pulóver. Golpea suave el suelo con el pie derecho y habla sobre dos generales de la exigen­cia y el triunfo.

“Alcides Sagarra y Sarbelio Fuentes son grandes profesores y paradigmas. Todavía encontra­mos documentos de Alcides que son de utilidad. Nos toca seguir abonando el camino que iniciaron ellos”.

¡Profeeeeee!, el llamado pe­netra en la oficina y la estreme­ce. “Ahhh, déjame ver qué pasa”, se disculpa con voz amable y se levanta. Toma un par de guanti­llas de entrenamiento anaranja­das que descansan sobre la mesa y sale. A los pocos minutos regre­sa. Las coloca de nuevo sobre la mesa y con el antebrazo de­recho escurre una delgada capa de sudor que se desliza por su barbilla.

“El boxeo ha cambiado”, ase­gura y aún de pie recupera el aliento. “Ahora se pelea sin cabecera. La federación in­ternacional pidió proteger a los atletas. Se cambiaron los guantes. Si utilizáramos los del pasado habría más nocauts. Ahora tenemos un boxeo más humano”.

Otra vez sentado en el es­critorio, roza las yemas de sus dedos en tono reflexivo, a la al­tura de su mentón, y sin elevar la voz ni realizar gestos bruscos comenta la abnegación que impli­ca el alto rendimiento.

“Es una vida sacrificada. Hay que privarse de un montón de co­sas. Cualquier desequilibrio, por ejemplo, una inadecuada alimen­tación te pasa factura. La prepa­ración puede llevar hasta ocho ho­ras al día. Sin olvidar otras tareas de gran importancia si se aspira a lo grande.

“Cuando asumimos esta labor —prolonga, se lleva las manos a la nuca y eleva la mirada al techo— tuvimos que cambiar el sistema de preparación. Vivíamos una nueva etapa en cuanto a reglas y ciclos competitivos. El tiempo nos dio la razón”.

El teléfono sobre la mesa sue­na y nos sorprende. Acebal se ex­cusa y deja escapar una exclama­ción que denota que esperaba la llamada. La atiende y responde con un susurro. Escribe algo so­bre un papel que la punta del bo­lígrafo casi rasga, y cuelga.

“La familia comprende —afir­ma y los músculos de las mejillas se le tensan—, sabe de las caracterís­ticas y la responsabilidad de esta labor. A mis obligaciones como entrenador se suman la de formar parte del Consejo Nacional de la CTC y la de parlamentario.

“Es un orgullo asumir esos compromisos, pues represento y doy voz a los planteamientos del pueblo. Es una experiencia enri­quecedora, y más para mí que soy de origen humilde”.

Hace silencio. Parpadea un par de veces. Se pasa la lengua por los labios como si necesitara tomar agua y arrastrando algu­nas palabras continúa.

“La escuela cubana de boxeo se fundamenta en su forma de combatir y los éxitos. Los más ranqueados del mundo nos pre­fieren para entrenar. Tenemos un estilo limpio, de gran belle­za y coordinación. Estamos bien orientados desde la base, con reconocidos programas de pre­paración. A lo anterior se une nuestra idiosincrasia. Y siempre con disposición para evolucio­nar”.

Su reconocido juicio se impo­ne. Se rasca la barbilla. Sus ojos se alzan sobre el horizonte y re­verencian a la leyenda que pres­tigia el almanaque que cuelga de la pared.

“Teófilo Stevenson es el me­jor peleador cubano de todos los tiempos —certifica—. No es quien más títulos logró, pero reunía técnica, elegancia y pegada como nadie”.

Asimismo, le da vital impor­tancia al trabajo en la esquina del boxeador. Estima que desde allí se marca el ritmo de la estra­tegia. Las pautas a seguir y de­talles a corregir durante la pelea.

“¡Bueeenas, aquí está el café!”, interrumpe oportuna­mente con voz suave una mu­jer trigueña de porte regio, que luce orgullosa al andar sus poco más de 40 años. Viste una son­risa blanca y limpia, que jugue­tea con unos almendrados ojos pardos, y un pelo muy negro, que un pañuelo claro aprisiona. “Tómenselo que está calentico”, lo deja servido en unas tazas de extraños trazos azules, y se des­pide tarareando una balada de Álvaro Torres, algo desafinada, pero feliz. Le doy un sorbo. Lo saboreo. Acebal se entusiasma como si fuese él quien lo tomara. Mueve el cuello hacia ambos la­dos estirándose y da pie a nuevas revelaciones.

“Las mujeres tienen derecho a boxear. En lo particular no me gusta”, confiesa con franqueza. “Es un justo reclamo, una nece­sidad. Cuba es de los pocos países que no tiene selección femenina. Debemos revertir esa situación. Ellas no pierden su belleza por practicarlo. Hay talento.

“Ya están en el arbitraje y lo hacen bien —prosigue y asiente con certeza—; también triunfarán como entrenadoras, no lo dudo”.

Cruza los brazos sobre su pe­cho, y comparte varias opiniones sobre sus alumnos. “Están bien. Periódicamente les estamos rea­lizando pruebas en el Centro de Investigación del Deporte Cu­bano”, sostiene, a la vez que las palmas de sus manos intentan aplastar las puntiagudas canas de su cabeza.

“Somos el buque insignia —ex­pone, a la vez que guarda las guan­tillas de entrenamiento en una mo­chila—, tanto por los resultados, como por ser ejemplo de desarro­llo, organización y trabajo con­secuente.

“Seguiremos comprometidos”, exterioriza mientras caminamos hacia la salida de la finca. “Ganar es un deber. Nuestra historia así lo exige”, legitima con un apretón de manos que certifica que para él el boxeo es un poema que inspi­ra, una brújula que orienta y guía. Pues, sin duda, él transpira la pasión de un hombre agradecido.

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