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La contienda que nos legó Martí

Alzamientos simultáneos de los distintos grupos de patriotas que en el país se habían comprome­tido a luchar contra el poder colonial español, se produjeron aquel 24 de febrero de 1895, aunque no todos pudieron consolidarse desde un inicio, como ocurrió en el occidente y el centro del país. La guerra se concentró en diversas localidades de oriente, por lo cual las autoridades coloniales con­fiaron en que sería aniquilada sin dificultades.

Foto: Joyme Cuan/ Tribuna

Sin embargo, la llegada a Cuba de los prin­cipales líderes de la contienda, Martí, Gómez y Maceo, avivó la llama bélica y la revolución logró extenderse y afianzarse.

La hazaña de la Invasión de Oriente a Oc­cidente por Gómez y Maceo —realizada del 22 de octubre de 1895 al 22 de enero de 1896 desde Mangos de Baraguá a Mantua—, llenó de admi­ración al mundo. Y sobre sus consecuencias el diario londinense Times señaló: “La campaña de los españoles puede darse por fracasada”.

Ya antes de la intervención yanqui en la con­tienda, en España se hablaba del agotamiento del último hombre y la última peseta para poner fin a la revolución libertadora cubana.

El político peninsular Francisco Pi y Margall reconoció a inicios de 1898: “Nosotros no los he­mos podido vencer con 200 mil hombres; porque son dueños del campo, conocen hasta los últimos repliegues del terreno en que luchan, tienen por auxiliar el clima y pelean por su independencia. Los mueve y exalta un ideal y nosotros no tene­mos ninguno. Por la fuerza van allí nuestros sol­dados, no por entusiasmo ni espíritu de gloria”.

Mientras se libraba la heroica lid en tierra cubana, Estados Unidos se mantenía a la espera de los acontecimientos para materializar su em­peño de apoderarse de Cuba. Era un propósito manifestado desde 1805 por el presidente Tho­mas Jefferson. De 1823 data la cínica política de la fruta madura, del secretario de Estado John Quincy Adams: “Hay leyes de gravitación polí­tica como las hay de gravitación física, y así una manzana separada por la tempestad de su árbol nativo, no puede sino caer a la tierra, Cuba, des­ligada de su conexión antinatural con España e incapaz de autosostenerse, solo puede gravitar hacia la Unión Norteamericana”.

A esta idea le siguió la Doctrina Monroe que en síntesis proclamaba: América para los ameri­canos, entendidos estos como los Estados Unidos. Era una advertencia a las potencias europeas para que no interfirieran en sus planes.

Estados Unidos nunca reconoció la belige­rancia de los patriotas cubanos. Para los estadis­tas yanquis Cuba seguiría siendo de España en tanto no pudiera ser de ellos.

Llegó el momento en que Norteamérica con­sideró que la manzana estaba a punto de des­prenderse del árbol, aunque por supuesto obvió que la tempestad que estaba logrando ese des­gajamiento era el heroísmo y el sacrificio de los mambises. Entonces intentó poner en favor de la intervención las crecientes simpatías de lo más noble del pueblo estadounidense hacia la causa cubana.

En declaraciones de figuras de la política, textos de prensa y caricaturas aparecía Cuba como un país sufrido, en grave situación, al que se debía ayudar y no se dudaba en recurrir a las imágenes más crudas para motivar esa reacción. Así lo hizo el New York Times: “Si usted ve a su vecino en el jardín sacándole los sesos a su hija a golpes de palo y rompiéndole los huesos a su pe­queño hijo, depende exclusivamente de usted in­tervenir o no”. Asimismo se apeló a las canciones. En la titulada El hundimiento del acorazado Maine se proclamaba, refiriéndose a Cuba: Ella lucha por la libertad/ Ella mira hacia nosotros y llama por nuestra ayuda.

Con la intervención Estados Unidos se quitó la careta humanitaria. Se frustraron los ideales de independencia de los cubanos. El país cambió de amo y la imposición de la Enmienda Platt en­cadenó la recién nacida república a las ambicio­nes del Norte.

Pero la guerra promovida por Martí había dejado a los cubanos un legado no solo de lucha por la independencia, sino además profundamen­te antimperialista. Y si bien no se pudo evitar que los Estados Unidos se extendieran sobre nuestras tierras de América, los continuadores de esa obra inconclusa pelearon en esta tierra hasta conquis­tar la libertad y expulsar al yanqui.

La batalla antimperialista se libró también en el campo de las ideas, como lo hicieron los his­toriadores honestos en 1950, quienes reclamaron la revisión de los textos de enseñanza de la his­toria patria que ofrecían una visión tergiversada de la epopeya libertadora cubana, y refutaron una falacia que habían querido imponernos con el valiente libro de Emilio Roig de Leuchsenring: Cuba no debe su independencia a los Estados Unidos.

Hoy los neoanexionistas y neoplattistas se disfrazan de alternativa democrática e intentan, mediante el llamado golpe blando, subvertir el sistema político en nuestro país y restaurar el ca­pitalismo. Habría que recordarles a estos servido­res a sueldo del imperio que la figura del Apóstol y el 24 de febrero nos siguen convocando a defen­der la independencia y cerrarle el paso al gigante de las siete leguas. Por el simbolismo que encierra escogimos esa fecha para efectuar el referendo por nuestra Constitución, a través de la cual la inmensa mayoría del pueblo ratificó el carácter irreversible del socialismo, martiano y fidelista que construimos.

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