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El último gol de Maradona

Dormía. Hizo el pase a la inmortalidad con su genialidad de siempre. Desde las 11 de la noche anterior dormía. Y cuando al mediodía del 25 de noviembre fueron a hablarle ya había dado el último gol. Tan solo Diego. Bastaría Maradona. Para algunos simplemente Pelusa. El más humano de los dioses, como lo definiera Eduardo Galeano, le pegó duro al corazón y no dejó que disfrutáramos ese último gol.

Maradona le enseña a Fidel el tatuaje que tiene suyo en la pierna izquierda. Foto: Página 12

Soñaba. Su vida desde que salió de Villa Fiorito fue de triunfos y fama, pero también de sueños. Puros sueños. Jugó fútbol para darle una mejor casa a sus viejos: Doña tota y Don Diego. Se fue a Europa para demostrar que los latinos con una pelota en los pies no eran futbolistas, sino magos. Y no triunfó con el Barcelona de España, pero sí lo hizo con el Napoli de Italia. Soñó tanto que hizo campeón mundial a Argentina y besó la Copa de Oro, cual barrilete cósmico descrito por Víctor Hugo Morales.

Peleaba. No solo por un pase peligroso en la cancha con falta incluida, sino también por el penal que le gustaba tirar mejor que nadie. Pero peleaba más por los derechos de los jugadores, por contratos justos para ellos y por desterrar la corrupción de la Federación Internacional de Fútbol. Tanto lo hizo que acabó en tribunales, le tendieron trampas y fue absuelto por la historia varias veces como su amigo Fidel Castro.

Amistad. Desde el tatuaje del líder de la Revolución Cubana en su pierna izquierda hasta definirlo como su segundo padre, Maradona  jamás traicionó a quien le regaló su gorra, su chaqueta verde olivo y sobre todo el cariño más sincero desde aquel primer encuentro en 1987. Cada viaje a La Habana era un nuevo encuentro con Fidel. Y en cada definición obligada a hacer por el mundo lo decía alto y claro: soy fidelista.

Lloraba. Varias veces al campeón, al autor del mejor gol de la historia del fútbol, al dios del 10, al albiceleste más seguido en 90 minutos de juego, se le vio derramar lágrimas de emoción e impotencia. De emoción con las maravillas y diabluras de sus piernas; de impotencia cuando la droga se apoderó de sus venas y no sabía cómo desintoxicarse. Lloraba. Lo vimos y lo curamos en Cuba también.

Moría. Quiso la divina y rara coincidencia que su último gol fuera el mismo día que partió a la inmortalidad el amigo tatuado en la pierna izquierda. ¿Murió o vivirá más desde este 25 de noviembre del 2020 el Maradona guevariano, el más imperfecto y paradójicamente más genial de todos los seres humanos que han jugado fútbol? ¿Murió realamente para los millones que lo tuvieron y lo tienen en su altar más sagrado?

Golazo. No habrá más descripciones fenomenales para sus travesuras futbolísticas. No existirán más entrevistas ni fotos, ni acusaciones infundadas o propuestas para dirigir clubes. No habrá aplausos ni rechiflas en los estadios. Desde el golazo de la eternidad Maradona nos mira y solo recuerda: “Yo soy el Dios de la gente”. Y tiene razón. Como un templo. Como el primer día que nos hizo amarlo para siempre.

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