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Tributo póstumo al General de las Cañas

Foto: Archivo

Cuando lo asesinaron, el 22 de enero de 1948 en la estación de ferrocarriles de Manzanillo, Jesús Menéndez Larrondo, secretario general de la Federación Nacional de Trabajadores Azucareros y representante a la Cámara, solo llevaba 45 centavos en el bolsillo. La orden de eliminarlo surgió de los poderosos: del Gobierno, entonces presidido por Ramón Grau San Martín, y de los intereses de las compañías azucareras estadounidenses asentadas en Cuba.

Una clara idea de lo que representaba el diferencial azucarero conquistado por Menéndez, la ofreció el dirigente azucarero Juan Portilla, quien se desempeñaba como secretario de los congresistas comunistas en el Parlamento. Relató que en pocas semanas se acumularon tantos millones de dólares que servirían para el aumento automático en los salarios azucareros, que los hacendados y colonos se desorbitaron.

Ante la negativa de Grau a pagar el diferencial correspondiente a 1947, el insobornable líder sindical, a quien infructuosamente habían dado un cheque en blanco para que abandonara la lucha, en la Plenaria Nacional Azucarera celebrada en La Habana en diciembre de ese año, exhortó a los trabajadores a defenderlo, y enarboló la consigna El diferencial en la punta de la mocha primero y la zafra después.

Con ese objetivo, el 15 de enero de 1948 inició por Cárdenas, en Matanzas, un recorrido por todo el país, para reunirse con los trabajadores y explicarles la importancia de no ceder ante tales pretensiones.

En la asamblea efectuada dos días después en el camagüeyano central Jaronú —cuya realización el teniente de la Policía José María Salas Cañizares trató de impedir cerrando la sede del sindicato—, Menéndez le demostró que el sindicato no era un local, sino una masa de trabajadores unida: se subió a un sillón de limpiabotas, desde el cual aclaró a los presentes la actitud sumisa del presidente del país, que para complacer a los magnates azucareros redujo drásticamente el diferencial correspondiente a 1947.

Cumplido su objetivo continuó viaje con similar propósito.

El 22 de enero arribó a la estación de Manzanillo, procedente de Yara. En el tren también viajaba el capitán del Ejército Joaquín Casillas Lumpuy quien, llegados a su destino, trató de detenerlo. Menéndez le recordó la inmunidad de que gozaba por su condición de representante a la Cámara, le dio la espalda y echó a andar, momento aprovechado por el sicario para disparar y herirlo mortalmente.

 

Homenaje de mochas y puños levantados

Hace unos años, Suilberto Bello Olazábal, en esa época secretario agrario del central Jaronú, contó a esta periodista que a él y otros compañeros les encomendaron la triste misión de custodiar el cadáver de Menéndez hasta La Habana, para lo cual la dirección del Partido Socialista Popular (PSP) envió un gascar.

Llegaron a Manzanillo en la noche del 23, y se encontraron con que “un cordón de soldados rodeaba el sitio en que nuestro líder cayó abatido, pero ello no impidió que desde el local del Sindicato Fraternidad del Puerto, donde el cadáver permaneció a buen recaudo hasta nuestra llegada, fuera transportado al andén en hombros de los trabajadores.

“Una multitud de humildes hombres y mujeres del pueblo resistió los intentos de la soldadesca de desalojar las inmediaciones de la terminal, amenazando incluso con el socorrido ‘plan de machete’. Cuando el pueblo notó que el féretro se acercaba, todos querían verlo, desafiando francamente a los soldados”.

Recordó que el coche se movía lentamente por la senda extendida entre cañaverales, y al darse cuenta de que un grupo de personas se alineaban a lo largo de la vía, el maquinista accionó la sirena y aminoró la marcha, tras lo cual muchos salieron de entre las cañas para sumarse a aquellos. Se trataba, indicó, de sencillos hombres del campo que, “en silencio, blandieron sus mochas al viento en singular homenaje al líder caído. Les respondimos levantando nuestros puños y dando vivas a Jesús, mientras la bandera patria ondeaba y se hacía sentir en los costados del coche”.

Al amanecer, en la ciudad de Camagüey, el féretro fue trasladado a un vagón incorporado a un tren que cubría el itinerario Santiago de Cuba-La Habana y arribó a su destino a las seis y treinta de la tarde del día 24. El cuerpo sin vida fue expuesto en el Salón de los Pasos Perdidos del Capitolio Nacional, donde Lázaro Peña, Blas Roca, Juan Marinello y Eduardo Chibás, así como senadores, representantes y hombres y mujeres del pueblo que tanto amó, le rindieron póstumo tributo.

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